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Capítulo 7
Responsabilidad de la Familia en los Primeros Años de la Vida del Niño - Andrés del Moral Vico



Tratado
de Educación Personalizada

Dirigido por Víctor García Hoz
7
La Educación Personalizada
en la Familia

Rogelio Medina Rubio; José María Quintana Cabanas; Esteban Sánchez Manzano; Elena Sánchez García; Pedro Chico González; Andrés del Moral Vico; Isabel Ridao García; María Jesús Comellas; Vicente Garrido Genovés; Amando Vega Fuente; Antonio Sánchez Sánchez; Oliveros F. Otero; Escuela Universitaria de Fomento.
Ediciones Rialp, S. A. - Madrid
Original
Responsabilidad de la Familia en los Primeros Años de la Vida del Niño - Andrés del Moral Vico
    7.1  Las bases legales de esta responsabilidad
    7.2  El ámbito familiar como primera fuente de estímulos educativos
    7.3  A qué edad empezar?
    7.4  La familia y el mundo de la afectividad
    7.5  Repercusiones del lenguaje familiar
    7.6  Habituación para la conducta moral
    7.7  Bibliografía

     Los individuos recién nacidos en el seno de cualquier colectividad, ya sea humana o animal, viven un período de indefensión, de falta de autonomía, que sin el amparo de sus progenitores se pondría en serias dificultades aun la propia supervivencia de los mismos.

     El niño es uno de los seres vivos que más tiempo necesita de la ayuda de sus padres hasta poder valerse por sí mismo. Vive el período de atención postnatal más largo de todos los mamíferos. Esta circunstancia hace que aumente el tiempo de atención recibida de los adultos que conviven con él y proclama la responsabilidad ineludible de la familia. Por otro lado, esta indigencia inicial, este escasísimo repertorio de conductas innatas que lo convierten en un ser extraordinariamente desespecializado, da lugar a que cada nacimiento sea el origen de una posible grandeza humana, de un reto único. Parafraseando a Pascal podríamos decir que el niño es una débil caña que aprende.

     Hay actualmente acumulada una gran cantidad de información científica sobre la capacidad natural del niño recién nacido para aprender de su entorno que justifica sobradamente la denominación de este capítulo. Los densos y acelerados procesos de maduración individual que se producen en los primeros años de la vida son de extraordinaria importancia en el desarrollo de la futura personalidad del niño. Esta actividad dialogante con los estímulos del entorno posibilita el desarrollo de las bases neurológicas del comportamiento intelectual, siempre que esa estimulación sea óptima (Luria, 1979).

     Afortunada o lamentablemente, depende de los casos, estas vivencias van a producirse en una fase de la vida del niño caracterizada por la casi exclusividad de la estimulación del hogar: la influencia de los miembros de la familia, los estímulos procedentes de aparatos y objetos (TV, equipos de música, radio, reproducciones e ilustraciones de libros y cuentos, etc.) que son directa o indirectamente controlados por los padres.

     Seguramente todo lo que hagamos por el niño en estos primeros años de su vida por medio de incontables intervenciones más o menos intencionadas va a tener una clara trascendencia educativa para él. Es por esto que la idea de responsabilidad que aquí vamos a considerar estará latente o manifiestamente matizada por la calidad educativa. De esta manera intentamos aproximarnos al espíritu global que orienta esta obra.

     Seguidamente abordaremos esta responsabilidad manifiesta de los padres respecto al futuro de la prole en áreas concretas intentando señalar posibles salidas prácticas en cada una de ellas.

7.1  Las bases legales de esta responsabilidad

     Cada día se va tomando más conciencia de la importancia que para una persona tienen las vivencias experimentadas durante los primeros años de la vida. Ya es habitual encontrarse en los tratados de teoría educativa lo que el sentir general y la lógica más común admiten sin esfuerzo, es decir, el derecho de los padres a la educación de los hijos. Este hecho no parece ser gratuito, sino que puede obedecer a una intencionalidad más o menos manifiesta, o sea, subrayar el ineludible derecho/deber de los padres a educar a sus hijos frente a una corriente, tan antigua como nuestra civilización, que intenta confiar al Estado la responsabilidad de la educación de los ciudadanos una vez que se admite la importancia y trascendencia de la educación. Aunque estos planteamientos ya son antiguos (Platón, 1923), es en la época actual cuando más se aprecia la presión estatal para asumir responsabilidades y funciones que corresponden a la familia, sobre todo cuando se refiere a intervenciones educativas dirigidas a los más pequeños. La sociedad moderna vive esta tensión familia-Estado respecto a las responsabilidades en materia educativa, siendo una realidad el constante empobrecimiento del rol familiar, unas veces por la fuerza de la misma presión estatal, otras, por la declinación de la responsabilidad paterna propia de los tiempos modernos.

     No vamos a entrar en las razones que esgrimen los defensores del intervencionismo estatal para no salimos del tema, aunque sí puede caber el decir que tales prácticas conducen a consecuencias claramente enfrentadas a los principios de personalización y autonomía propios de todo proceso auténticamente educativo.

     La misión del padre no acaba con la procreación del hijo, sino que ha de continuar en pro del perfeccionamiento de éste, es decir, de su educación. Todos los agentes tienden naturalmente a llevar sus efectos a la perfección (Millán Puelles, 1963).

7.2  El ámbito familiar como primera fuente de estímulos educativos

     El recién nacido comienza a estrenar su vida psíquica en un contexto de estímulos muy definido. El ámbito familiar constituye la primera referencia para una palpitante experiencia ávida de todo tipo de estímulos con los que el niño se va conectando al mundo que le rodea invadiéndole su intimidad y trazándole las líneas de su personalidad.

     Nuestra primera apelación a la responsabilidad de los adultos que rodean al niño, fundamentalmente a los padres, es que tomen conciencia de este fenómeno, de esta eclosión, del estreno vital del niño que no se da sino en el contexto social más elemental, la familia.

     Justamente estamos ante una responsabilidad irrenunciable, terreno en el que la familia no podrá ceder jamás dado su papel insustituible en las llamadas funciones formativas primarias: sentimientos, actitudes, valores, etc., instrumentos que el niño necesitará para configurar sus ejes referenciales básicos que después le permitirán la conquista de otros contextos más extensos.

     Para los padres, es de suma importancia esta toma de conciencia y la consecuente responsabilización respecto al comportamiento infantil en los primeros años. Los estímulos que rodeen la vida del niño en el hogar podrán ser enormemente eficaces, pero también son condicionantes de su desarrollo en función de la riqueza de estimulación y del tipo de estímulo. La propia naturaleza desespecializada de los pequeños hace que la conducta más simple tenga que ser adquirida, inducida de los modelos que se le ofrezcan. Cada vez se hace más necesaria esta apelación a los padres, esta llamada para su preparación cualitativa respecto al conocimiento de los procesos psíquicos infantiles con objeto de optimizarse en su función de factores de absoluta relevancia en el medio en que se desenvuelve el pequeño.

     La demanda de información por parte de la familia sobre el conocimiento del niño es una consecuencia del reconocimiento de que una adecuada estimulación afectiva, sensorial, intelectual, etc., es básica para el establecimiento de una rica trama de interacciones productoras de efectos positivos para el futuro de la prole. Los datos aportados por la investigación psicológica confirman una vez más la correlación entre niveles óptimos de estimulación y el comportamiento intelectual del menor.

     Los padres han de saber que si en este contexto intermediario entre el niño y su medio se producen situaciones estimulantes empobrecidas podrán originarse estados carenciales de tristes consecuencias para los hijos que en casos extremos requerirán el concurso de programas terapéuticos correctores de anomalías que se han podido evitar con un clima de estímulos adecuado.

     Para no quedarnos en generalidades, sugerimos algunas orientaciones para promover situaciones estimulantes que, a su vez, pueden incitar abiertamente a otras propuestas:

     No seguimos, las posibilidades son infinitas. Nosotros invitamos al lector interesado a que ponga a prueba su imaginación y prolongue esta relación de estímulos.

7.3  ¿A qué edad empezar?

     En el pórtico de un conocido libro (Cohén, 1983) se dice que un sabio de la antigua Grecia recibió la visita de una joven madre con su hijo de un año. La madre preguntó: —Dime, sabio anciano, ¿cuándo debo comenzar a educar a mi hijo?— Llevas un año de retraso —le respondió el sabio.

     Hoy la corriente que defiende los aprendizajes tempranos está firme y científicamente asentada (Cohén, 1983; Collin, 1981; Lewontin, 1985, Taylor, 1983; Wolman, 1982). Las investigaciones al respecto parecen no dar lugar a dudas en cuanto a la necesidad de una atención educativa temprana.

     Nosotros orientaremos este apartado siguiendo la línea de todo el trabajo, es decir, buscando las responsabilidades que atañen a la familia en relación a la casi exclusividad del contexto familiar en materia de experiencias tempranas de aprendizaje.

     Los tres primeros años de la vida de un niño son de una importancia decisiva para su futuro. Lamentablemente sólo un niño de cada diez cuenta con posibilidades de iniciar su vida de manera óptima (White, 1978). Los bebés, en sus aparentemente insignificantes actividades, están poniendo en juego el futuro de su personalidad. Tras veinte años de investigar los orígenes de las competencias humanas, estamos convencidos de que es necesaria una experiencia educativa de gran calidad durante los tres primeros años de la vida para que un individuo pueda desarrollar todo su potencial (White, 1979).

     La familia, y la sociedad en general, aún no ha tenido tiempo de asimilar semejantes revelaciones. En este terreno la responsabilidad de los padres es total. De la familia depende el que las vivencias, el ambiente, los estímulos sean óptimamente dispuestos para crear el contexto adecuado en el que el niño inicie su vida psíquica. Podríamos aventurar que si se reacciona positivamente ante las conclusiones aludidas, en un futuro no muy lejano la atención educativa de los niños de cero a tres años será la inversión más inteligente en materia de educación. Los padres se convertirán en los más importantes educadores del hombre. Éste podría ser el gran reto de una política educativa de los años próximos. Los primeros maestros, los padres, tendrán que obtener, dentro de muy poco tiempo, una formación pedagógica sistemática.

     No parece pues descabellado creer que es también en la familia donde comienza el fracaso de los hijos. Efectivamente, nos encontramos con fracasos escolares en la mayoría de los países del mundo en niños recién ingresados en la escolaridad obligatoria cuando aún no ha sido posible que el sistema escolar haya podido incidir como causa del bajo rendimiento infantil. El itinerario escolar del niño se encuentra hipotecado por las experiencias vividas con anterioridad (Cohén, 1983). Lamentablemente las vivencias familiares, en demasiados casos, representan un peso que el niño no va a poder aligerar cuando se enfrente a las exigencias de los aprendizajes sistematizados de la escuela.

     Es mucha la carga de responsabilidad que debe soportar la familia. Es cierto que los padres se encuentran desasistidos ante una función que es compleja, que cada vez se racionaliza más, que alcanza niveles elevados de dificultad, pero que no por ello deja de ser de su ámbito competencial, sobre todo cuando de los primeros años de la existencia del niño se trata. Surge de nuevo la necesidad de implicar a la sociedad para que haga más llevadera a la familia esta responsabilidad en el sentido de arbitrar medidas para la capacitación psicopedagógica de los padres de familia en tanto que educadores naturales de los hijos. Habrá de elaborarse una política educativa que cuente con el factor padres como una de las principales claves del proceso.

     Mientras tanto, nuestra recomendación consiste en la sensibilización ante semejantes descubrimientos y tomar conciencia de lo mucho que la familia puede aportar en el complejo proceso de desarrollo personal de los hijos. Además de la preparación científica que todos deseamos para los primeros educadores del hombre, que no olviden los padres que siguen vigentes algunos pilares fundamentales para establecer un buen clima familiar posibilitador de educación: el amor a los hijos, la unión y buen entendimiento entre la pareja, el ejemplo paternal, el diálogo padres-hijos, etc. (Riesgo, 1982).

7.4  La familia y el mundo de la afectividad

     El carácter y la sensibilidad de un individuo representan un extraordinario papel para su futuro, ya que son componentes importantes de la personalidad. Sabemos que la génesis de estas características individuales, a su vez catalizadores de otras importantes funciones (cognitivas, intelectuales, etc.), dependen de dos importantes bastiones afectivos que son el padre y la madre. La virilidad del primero y la delicadeza de la segunda son tan importantes para la expansión psíquica del niño como lo es el alimento para su cuerpo (Mauco, 1978).

     La decisiva importancia que la vida familiar tiene para el desarrollo psíquico del niño es un hecho al que todavía no se le ha prestado la suficiente atención. Desde los primeros meses de vida la sensibilidad del niño está unida a la de sus padres. Desde muy pronto empieza a existir imitación e identificación de la actitud de éstos, de manera que se puede decir que el psiquismo del niño es consecuencia de la manera de ser de sus padres. No sólo es la dotación somática la que el hijo recibe de sus progenitores, sino la psíquica también.

     Entre otros, conviene destacar dos efectos que se derivan de la trama de relaciones afectivas que se van a entablar entre padres e hijos. El primero de ellos es el de seguridad personal que se produce como consecuencia de la calidad de interacciones del niño con los adultos de la familia, fundamentalmente el padre que se convierte en el espejo donde se mira el hijo, en el modelo al que imita. El sentimiento de seguridad personal se va afianzando en la medida en que las relaciones padre-hijo se fundamentan en la afectividad transmisora de autoconfianza, y no en relaciones de autoritarismo, presión, obligaciones, etc. Este contacto entre padre e hijo produce otros efectos concomitantes de gran influencia en toda el área de maduración personal (Ríos, 1980). El segundo de los efectos aludidos es el de confianza básica que se origina en las óptimas relaciones con la madre que actúa de objeto gratificante en las necesidades básicas. El diálogo verbal y afectivo que la madre entabla con el hijo favorece la confianza que el niño necesita para iniciar sus relaciones con el mundo exterior. Este efecto será un elemento clave de la constitución personal del niño (Ajuriaguerra, 1978).

     También, en el comportamiento afectivo, la etapa de máxima maleabilidad se sitúa en los primeros años de la vida. Los padres suelen ignorar que es antes de los cinco años cuando se producen las experiencias emocionales más significativas y de mayor trascendencia. Son auténticamente reveladoras y dramáticas las afirmaciones de Spitz en el tema de la privación afectiva y las consecuencias que tiene para el individuo el llamado síndrome de hospitalismo (Spitz, 1948). Los niños lactantes separados de su madre, al cabo de unos meses de separación pueden degenerar en idiotez o incluso sobrevenirles la muerte. Pero si antes de los cinco meses la madre es devuelta al niño, éste se recupera sorprendentemente.

     Terminaremos este apartado con algunas recomendaciones de carácter práctico que como siempre serán meramente indicativas y suscitadoras de otras posibles acciones.

     Ni que decir tiene que la necesidad de afecto es enormemente vital para los pequeños, concretamente las manifestaciones de amor de la madre no sólo tienen consecuencias psíquicas sino que, como ya se ha visto, también originan trastornos somáticos en caso de ausencia de las mismas. La práctica de amamantar a los bebés, que va cayendo en desuso, es una de las ocasiones más rotundas para el intercambio de afectos entre la madre y el hijo.

     Los niños pequeños se apoyan en la autoridad de los padres, que no en el autoritarismo, como un punto de referencia conductual. Esta autoridad descansa en la sinceridad. El niño no soporta el engaño, prefiere las consecuencias reales de la verdad a la frustración de la mentira, pues con ésta se vienen abajo los soportes de una seguridad que necesita. Si queremos la confianza de nuestros hijos no podemos mentirles nunca. El niño necesita autoridad, incluso autoridad rigurosa. Es más perjudicial la falta de autoridad que el abuso de la misma. El ejercicio de la autoridad paterna se debe hacer de manera tranquila, pero firme, orientada al orden y la disciplina de la vida del niño: comida, sueño, deberes, etc. Esto no quiere decir que nos convirtamos en esclavos del niño, que vivamos apasionadamente la vida de nuestros hijos en una continua actitud de negaciones o prohibiciones. El ha de disfrutar de su libertad y nosotros de la nuestra.

     El miedo es un lastre para la vida psíquica del niño. Los padres no deben generar miedos en sus hijos ni propiciar situaciones que lo favorezcan: cuentos, amenazas, películas, etc. Una buena aliada será la entereza y serenidad de los padres frente a situaciones de auténtica prueba. El pequeño percibe rápidamente la debilidad de los padres y no tendrá ningún inconveniente para utilizar este descubrimiento en beneficio propio dada su natural inmadurez.

     Un elemento importante de la tranquilidad y la energía familiar es la armonía y un buen entendimiento entre la pareja. La función de ambos ha de ser complementaria y no contradictoria. Esto constituirá un buen soporte para el psiquismo infantil.

7.5  Repercusiones del lenguaje familiar

     Las primeras comunicaciones que la familia va establecer con el recién nacido van a ser a base de una fusión de palabras y afecto, clima muy adecuado para el posterior desarrollo de la comunicación exclusivamente verbal.

     El aprendizaje del lenguaje se produce de manera natural, inicialmente en el contexto familiar para después ampliarse a otros espacios más abiertos pero ya con unas bases y un código perfectamente definidos. Obviamente el papel de los miembros de la familia es relevante, dependiendo de éstos la calidad de una de las adquisiciones instrumentales más necesarias para la comunicación y el comportamiento intelectual del individuo.

     Son abundantes las investigaciones sobre estimulación verbal (Dodd, Turner, Berstein, Brandis) realizadas con niños desde nueve meses de edad cronológica en las que se destaca la importancia de la estimulación familiar, sobre todo en la comunicación madre-hijo, en relación a las puntuaciones alcanzadas por los niños.

     Es sabido que el lenguaje familiar está muy influenciado por el estatus económico y cultural de los padres. La mayor trascendencia de este hecho radica en que existe una clara relación entre el desarrollo del lenguaje y el pensamiento de los niños. Alrededor de los seis meses comienza a darse este juego de influencias que no acaba hasta la adultez. Los paradigmas verbales disminuidos de padres de escasa cultura comienzan a ejercer una negativa influencia en el desarrollo mental de los hijos. Caso contrario ocurre en los ambientes más favorecidos. Existen interesantes estudios (Bernstein, 1961) sobre estas influencias. Los códigos lingüísticos de las personas de una u otra clase social condicionan la forma de relacionarse con el mundo circundante. Estos mismos códigos sitúan a los niños en desigualdad de condiciones para enfrentarse a los contenidos culturales y a los aprendizajes que se imparten en los centros educativos que ofertan una cultura más en consonancia con los códigos elaborados de la clase privilegiada y más distanciada de los códigos restringidos propios de clases desfavorecidas.

     No vamos a insistir más en estas consideraciones, no es nuestro objetivo. Baste lo dicho para subrayar nuevamente el protagonismo de los padres, de la familia entera, en este área de las influencias lingüísticas y de sus repercusiones en los hijos.

     Tampoco queremos cerrar este apartado sin apuntar algunas indicaciones prácticas para el lector interesado. Nuestra primera recomendación va dirigida a la madre, que sigue muy vinculada a su bebé, ahora ya no con un vínculo fisiológico (umbilical), sino con uno no menos importante, el afecto, el arrullo, mezcla de gestos, sonidos, palabras, melodías, que el pequeño interioriza creando las bases de su seguridad y desarrollo.

     Otra buena estrategia consiste en la precisión, la exactitud en las palabras y su significado. Es muy gracioso el «parloteo» infantil, pero los padres no deben imitar esta manera de hablar, sino emitir correctamente la fonética de las palabras, es el modelo que el aprendiz necesita para llegar a un buen nivel de expresión.

     Los niños pequeños están impacientes por comunicarse con los padres, les cuentan todo, a veces de manera precipitada, como si faltara tiempo. No dudan en interrumpirnos para hablar, con nosotros. Abandonémoslo todo, si es posible; merece la pena escucharlos, ya no sólo por el contenido del mensaje, sino porque ellos se sientan escuchados. Hay que prestarles una atención seria, con ello dejamos abierta una buena vía de comunicación que ya se irá llenando de contenidos importantes.

     De toda la vida el cuento ha sido un recurso para entretener y ampliar los horizontes del mundo del niño. No con demasiado esfuerzo podemos crear nuestras propias narraciones en las que intencionadamente colocaremos elementos nuevos que amplíen tanto el vocabulario como la experiencia del niño. La atención que presta el pequeño en los cuentos es sorprendente, no se cansa, permanece durante mucho tiempo escuchando si la historia guarda interés para él. No podemos entrar en la problemática de los cuentos infantiles, pero sí vamos a señalar un peligro, la aparición del miedo, el terror infantil y sus secuelas que muchos seres imaginarios de los cuentos originan (Calvo, 1987).

7.6  Habituación para la conducta moral

     Reconocemos que la educación moral del niño hay que iniciarla en fases posteriores a la que venimos considerando en este capítulo. Posiblemente la responsabilidad de la familia en este ámbito quede reducida a la creación de modelos que por medio de la impregnación favorezcan la aparición de hábitos de conducta que con el tiempo llegarán a racionalizarse.

     Recogemos, por su interés, los objetivos que propone el profesor Quintana (1986) en base a lo que acabamos de decir y dentro de un planteamiento metodológico que tenga en cuenta la acción concreta del niño:

  1. Establecer unos límites a las actividades del niño, de modo que éste comprenda que el deseo subjetivo no puede ser absoluto, dado que la adaptación a la realidad es una ley de vida.
  2. Desarrollar la capacidad de autocontrol del niño. A medida que su maduración cerebral se vaya consolidando habrá que ir preparando acciones que conduzcan hacia dicha capacitación.
  3. Mostrar al niño la existencia de unas reglas ajenas a él que le obligan incluso a hacer cosas en contra de sus deseos.
  4. Inicio de una formación del carácter, que se sobreponga a las manifestaciones e impulsos meramente temperamentales e instintivos.

     Los padres han de saber que el mejor instrumento para el logro de hábitos que preparen la moralidad del niño es el ejemplo y las acciones que se presentan en el desarrollo de la vida cotidiana.

     En esta ocasión, las recomendaciones para la acción que proponemos a los padres nos vienen orientadas por el mismo trabajo que nos ha servido de fuente (Quintana, 1986):

El egocentrismo infantil.
La conducta egocéntrica en el niño es normal hasta los cuatro años de edad más o menos. No obstante, dadas las consecuencias negativas de este comportamiento para la socialización del niño, sería conveniente iniciar acciones que contrarrestaran esta conducta de manera progresiv a : compartir los objetos (chucherías, juguetes, cuentos, etc.), ejercicios de comprensión de las consecuencias de los actos del niño, tratar a los demás como a él le gustaría que lo tratasen, etc.
Los fenómenos psicológicos negativos.
Algunos comportamientos de los niños pueden ser confundidos con manifestaciones amorales causando en los padres gran preocupación que obliga a los mismos a poner los medios que erradiquen este aparente «mal comportamiento» de sus hijos. No se debe caer en ese error, ya que con esas manifestaciones el niño se está ejercitando para la afirmación de su personalidad (cuando, por ejemplo, se opone terca y sistemáticamente a todo lo que proponen sus padres) y la aparición del autocontrol (en las típicas rabietas o explosiones temperamentales que tienen los niños sin motivo aparente).
Atención a los actos agresivos.
El comportamiento agresivo es muy frecuente en los niños. Los padres han de prestar atención a estas manifestaciones temperamentales de los hijos que a veces descargan su violencia contra otros niños más pequeños o más débiles. Las acciones educativas se orientarán al logro de conductas cada vez más controladas.
El fenómeno de los celos en los niños.
No es extraña la aparición de este tipo de actitud egocéntrica en los niños. El caso más típico es cuando nace otro hermanito que de repente pasa a ocupar el protagonismo en la escena afeciva. Este hecho hay que aceptarlo como normal y corresponde a la familia establecer los medios para su solución. Concretamente, para el caso aludido, la solución podría encontrarse en una justa distribución del afecto y atención que cada hijo merece. Cuando no haya motivos aparentes que justifiquen la normal aparición de la celotipia, el caso ha de ponerse en manos del especialista debido a que estos hechos suelen tener orígenes más serios y profundos.
La actitud de dominio y timidez.
Son éstas, dos manifestaciones de inadaptación social en los niños. Ambas necesitan la ayuda de los adultos para su progresiva erradicación. Respecto al caso de niños dominantes, se recomiendan acciones que orienten hacia el respeto de los demás. En cuanto al caso de los niños apocados y tímidos, habrá que incorporar en su vida los estímulos suficientes para el reforzamiento de su personalidad a fin de que sea aceptado y respetado por los demás.
Iniciación a los hábitos de respeto a las normas.
El niño debe saber que es un ser libre, pero también que la libertad tiene unos límites que hay que respetar. Hay que iniciarlo en el progresivo respeto de las normas que se establecen para la mejor convivencia entre los hombres.
Pequeñas responsabilidades.
Los padres de hoy tendemos a la sobreprotección de nuestros hijos, aun en las cosas en las que ya están capacitados para resolver por sí mismos. Sería adecuado para el futuro del niño introducir en la vida familiar cierto aire de austeridad con objeto de ir formándole la responsabilidad mediante pequeñas tareas que tendrá que resolver autónomamente.

7.7  Bibliografía

Bibliografía

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AJURIAGUERRA, J. de (1978): La primera infancia, Madrid, Institutode Ciencias del Hombre.
[2]
BERSTEIN, B. B. (1961): «Social Class and linguistic development: A theory of social Learning», en HALSEY, A. H.: Education Economy and Society (pp. 288-314). Glencoe, The Free Press.
[3]
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COHEN, R. (1983): En defensa del aprendizaje precoz, Barcelona, Planeta.
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