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Capítulo 5
Implicaciones Educativas de la Relación entre Hermanos - Elena Sánchez García



Tratado
de Educación Personalizada

Dirigido por Víctor García Hoz
7
La Educación Personalizada
en la Familia

Rogelio Medina Rubio; José María Quintana Cabanas; Esteban Sánchez Manzano; Elena Sánchez García; Pedro Chico González; Andrés del Moral Vico; Isabel Ridao García; María Jesús Comellas; Vicente Garrido Genovés; Amando Vega Fuente; Antonio Sánchez Sánchez; Oliveros F. Otero; Escuela Universitaria de Fomento.
Ediciones Rialp, S. A. - Madrid
Original
Implicaciones Educativas de la Relación entre Hermanos - Elena Sánchez García
    5.1  La función hermano
        5.1.1  Características de la relación entre hermanos
            5.1.1.1  Naturaleza inclusiva
            5.1.1.2  Contactos numerosos
            5.1.1.3  Introducción en la vida real y objetiva
    5.2  El sistema familiar
        5.2.1  Sistema de familia pequeña
        5.2.2  Sistema de familia numerosa
    5.3  El rango en los hermanos
        5.3.1  El hermano mayor
        5.3.2  El hijo segundo y los hermanos intermedios
        5.3.3  El hermano menor
        5.3.4  El hijo único
    5.4  El sentido de la rivalidad entre hermanos
    5.5  Bibliografía

     La familia nunca se ha podido sustraer a su condición de educadora. Por su propia naturaleza y por la propia esencia del proceso educativo, el niño se forma primariamente dentro de su contexto familiar. Los padres educarán a sus hijos a través de su peculiar estilo de convivencia, de sus ideas, de su lenguaje verbal o no verbal, porque educación es, sobre todo, una tarea de inmersión en un determinado ambiente y el más definidor para el ser humano es el familiar.

     Pero es evidente que existe una cierta confusión y que los padres desconocen a menudo la razón de muchos rasgos comportamentales de sus hijos. ¿Cómo es posible que se constaten tantas diferencias entre los niños si proceden de unos mismos padres y el ambiente familiar es igual para todos? Pregunta que nos introduce en el marco de las relaciones del sistema familiar, donde es inevitable acudir a la consideración de lo que significa la función hermano.

     Las evidentes diferencias individuales entre los hijos plantearán a los padres la necesidad de educarlos con una igualdad de criterios generales, armonizándolos con la particularización en cada niño, dependiendo de las demandas educativas derivadas de sus propias características de edad, aptitudes, intereses, etc.

     Una cuestión de la que parte la educación personalizada (García Hoz, 1971) es la de considerar a la educación en un doble sentido: de asimilación, por el que el niño asume la cultura —en el más amplio sentido del término— del mundo adulto; y otro de desarrollo de las peculiaridades personales cuya finalidad será que el hombre llegue a ser capaz de «formular su proyecto personal de vida», con el objetivo de lograr el desarrollo más pleno de la personalidad, por un lado, y el propio enriquecimiento de la sociedad, por otro. Está claro que la primera opción presentará pocas dificultades para su asunción por el adulto, ya. que se inscribe en el sentir tradicional de lo que se ha considerado educar y porque los padres tienden a apegarse a sus propios estilos de vida y a sus experiencias personales. El segundo concepto puede presentar una mayor dificultad, si no desde el planteamiento teórico, que parece claro, sí desde la aplicación práctica que es donde cobra todo su sentido la pregunta que hacíamos al principio.

     Sin embargo, la estructura familiar se presta de un modo óptimo al tratamiento de las vertientes individuales y sociales de la educación. Ella es el núcleo donde el niño conoce lo que significa relacionarse con, colaborar, compartir ..., en definitiva; es la primera escuela de socialización y de ella van a depender en gran medida las actitudes futuras que adopte. Por otro lado, a través de la relación entre los hermanos cada uno va a tener más oportunidades de experiencias de todo tipo, circunstancias que pueden contribuir al propio desarrollo individual.

5.1  La función hermano

     En la familia se constituye un sistema de relaciones que posibilitan diferentes vivencias que van a ir preparando al niño para su futura vida de adulto. Este hecho es tanto más importante si se piensa en el grado de complejidad de la sociedad actual que requiere múltiples recursos personales para adaptarse satisfactoriamente a la misma. Para que este proceso se produzca con naturalidad, cumple una misión de decisiva importancia la función hermano. Como señala F. Escardó (1978), «puede decirse sin paradoja que si la función de los mayores es hacer conocer al niño de un modo vivencial la seguridad, el equilibrio y la justicia, la función de los hermanos es poner en contacto la vida del niño con la inseguridad, el desequilibrio y la injusticia en una intensidad y en una dosis suficiente y necesaria como para que ello constituya una experiencia y no una agresión».

     Consideramos que la importancia de la función de hermano es evidente, aunque paradójicamente se le ha prestado no demasiada atención en las investigaciones de los diferentes especialistas (Dunn y Kendrick, 1986), ya que han sido las relaciones madre-hijo las que han acaparado más frecuentemente su atención. Cuando psicólogos o pedagogos se han ocupado de las relaciones fraternas ha sido, sobre todo, a propósito del estudio de la génesis y consecuencias de la rivalidad, fenómeno importante sin duda, pero no el único y, tal vez, tampoco el más decisivo en la problemática de las relaciones fraternas.

     Al examinar las implicaciones de la función hermano, no podemos olvidar que, en la primera infancia, las relaciones que establece el niño con los que le rodean son básicamente funcionales (Louis Corman, 1980), lo que viene a significar que el niño pequeño no se atiene en su interrelación con los hermanos a lo que cabría esperar según su grado de parentesco, sino que sus comportamientos están motivados por el tipo de convivencia que establecen mutuamente. Tal vez sea esta la razón profunda que explique el hecho por el que niños que viven en internados, como ya señalaba Serbe Lebovici, tienden a establecer con sus compañeros próximos relaciones del tipo fraterno, incluida la rivalidad.

     Ahora bien, al enfrentarnos con el estudio de los hermanos, hemos topado con la dificultad de la práctica inexistencia de dimensiones psicológicas globales, perfectamente tipificadas, que sirvan para explicar los diferentes comportamientos y que sean admitidas por los diversos autores. De lo dicho hay que hacer la excepción de la rivalidad fraterna que ha sido objeto de atención constante desde el campo de la psicología al de la literatura, en el primero sobre todo a partir de los estudios de A. Adler (1928). Desde este momento surgen numerosos estudios sobre el tema, casi todos con un trasfondo psicoanalítico (Sewall, 1930; Levy, 1937), en los que el tema de la rivalidad y los celos se constituyen en el eje básico de la explicación de la relación entre hermanos.

     Desde otra perspectiva, una autora ya clásica, C. Bühler (1939) se ocupó de estudiar la conducta de los hermanos de mayor edad, aunque acaba reconociendo la dificultad de describir el comportamiento fraterno en dimensiones psicológicas amplias y, por lo mismo, significativas para la conducta. El tema ha ido surgiendo constantemente y, ya en la actualidad, empiezan a surgir estudios sobre interacción de hermanos pequeños (Abramovitch, Corter y Pepler, 1980; Dunn y Kendrick, 1986) que, sin embargo, difícilmente llegan a establecer categorías comportamentales generalizadas.

     Por ello nos parece importante reseñar, aunque sea brevemente, las diferentes maneras como han visto autores significados las relaciones entre hermanos. En este sentido, parece evidente la consideración del juego como una categoría fundamental de la actividad infantil y objeto de las numerosas horas que suelen permanecer juntos los hermanos. Gracias a él, aprenderán el respeto a la norma, asumirán diferentes papeles sociales y podrá ser fuente de conflictos y peleas con bastante probabilidad. Este hecho ha sido enjuiciado por Piaget como un elemento de poderosa influencia en el desarrollo moral de los niños, debido a que entre ellos comparten un status más igualitario que facilita la posibilidad de ponerse uno en lugar del otro cuando surgen los conflictos y, al mismo tiempo, de este modo empezarán a cobrar todo su sentido las reglas sociales. También Anna Freud (1951) pone de relieve la socialización y la aceptación de las normas morales ligadas a la percepción del sentido de la justicia, puesto que cada niño pretenderá que, en la relación con los padres, ningún hermano resulte favorecido. El mismo S. Freud coloca la percepción del sentido de la justicia como una consecuencia de la relación entre hermanos, destacando que, en la rivalidad entre ellos por el cariño de los padres está, incluso, el origen de su lealtad mutua.

     Se comprende que esta insistencia a la hora de colocar la rivalidad como la categoría fundamental de las relaciones fraternas puede parecer excesiva y, tal vez, oscurezca otros elementos tanto o más decisivos para el desarrollo de los niños. Por otro lado, el tipo de ambiente familiar, y los diferentes mensajes que los hijos reciban de sus padres y hermanos, van a condicionar grandemente las mismas relaciones que se establezcan entre ellos, lo que nos indica que el mecanismo de la rivalidad no es algo tan simple y que en su origen y evolución juegan una gran importancia las personas adultas de la familia. De todos modos, si bien existe la dificultad ya mencionada de contar con categorías psicológicas globales lo suficientemente significativas del comportamiento fraterno, parece esencial pasar a describir las características básicas que se encuentran en el meollo de esta relación.

5.1.1  Características de la relación entre hermanos

     Podemos determinar, al menos, tres elementos típicos que suelen venir derivados del estilo de vida familiar y que sirven para perfilar los modos relaciónales entre los hermanos. Estas características son:

  1. Naturaleza inclusiva.
  2. Contactos numerosos.
  3. Introducción en la vida real y objetiva.

5.1.1.1  Naturaleza inclusiva

     Supone que la vida de los hermanos viene determinada por un gran número de relaciones tanto en cantidad como en calidad. No sólo es mucho el tiempo que se ven obligados a pasar juntos, sino que el tipo de actividades que comparten son muy diversas. De aquí se deduce que es absolutamente normal que, con cualquier motivo, surjan fricciones entre ellos, hecho que se suele interpretar como actitudes de rivalidad. También es frecuente que, ante esta situación, el niño acuda al adulto más próximo para que actúe como arbitro, tarea harto difícil por cuanto las motivaciones infantiles suscitadoras del problema, con frecuencia escapan a la percepción de los padres que, las más de las veces, no han presenciado ni tan siquiera el origen del conflicto. Por ello y porque hay que capacitar al niño para que sepa desenvolverse en situaciones ligeramente conflictivas —anticipo de las que vivirá de adulto— es conveniente que los padres intervengan lo menos posible en los pequeños conflictos infantiles, a no ser que presenten unas peculiaridades que aconsejen no tanto la intervención correctiva inmediata como el estudio de la situación para investigar la causa del conflicto.

     Ahora bien, la capacidad manifiesta de juego en la infancia presupone, previamente, una comprensión y empatia mutuas lo que lleva implícito un cierto grado de madurez. Es natural que los niños demuestren antes una comprensión empática hacia quienes le son familiares que ante aquellas personas que no lo son. El problema se plantea al intentar delimitar los momentos madurativos en los que son capaces de juzgar de alguna manera las emociones de los demás, elemento clave que se encuentra en la base de la empatia. Así, el grupo de Donaldson (1978) hace hincapié en el argumento de Piaget en el sentido de que niños menores de seis años tienen dificultad para «descentrarse», aptitud básica para llegar a comprender el punto de vista de otra persona. En sus experiencias —parecidas a las realizadas por Piaget— los resultados fueron diferentes, ya que un alto porcentaje de niños de tres años lograron resolverlas. Del mismo modo, Dunn y Kendrick (1986) obtienen el dato de que, por debajo de los tres años, los niños son inequívocamente hábiles a la hora de interpretar, anticipar y responder a los sentimientos de sus hermanos más pequeños. Al mismo tiempo, indican que «en un segundo año los niños entienden el tono afectivo de los adultos, pero todavía no tienen experiencia para comprender qué es lo que constituye un remedio adecuado para el disgusto o ansiedad de los adultos. Por el contrario, ellos están en situación de generar teorías muy buenas sobre el mundo del niño pequeño: tantas situaciones en que el hermano bebé muestra disgusto, excitación, temor o alegría son situaciones enormemente familiares para el hermano mayor». También se constata que el grado de diferenciación individual en sus reacciones es muy grande debido, probablemente, al grado de aceptación del hermano unido al propio comportamiento de los adultos.

     De todo lo dicho se deduce que los hermanos suelen conocerse entre sí quizá con mayor profundidad que el grado de comprensión que los padres puedan tener de sus hijos, debido a la espontaneidad de que está impregnado su comportamiento. También es lógico que, al tomar posición afectiva frente al hermano, de algún modo, esté estableciendo sus propias actitudes personales, fijando las conductas que le van a ser dignas de imitar o de rechazar. Estos mecanismos se hacen patentes porque el marco de las relaciones familiares es inmenso: la madre genera una determinada actitud frente al padre, o frente al hijo mayor o el pequeño; otro tanto ocurre con el padre; cada hermano elabora su propio esquema de comportamiento dependiendo de los estímulos que recibe de sus padres y hermanos, etc. La consecuencia inmediata es que el niño se encuentra inmerso en una amplia gama de modelos de actuación que van a ser otras tantas pautas de referencia de su propio comportamiento. La aceptación de la autoridad, la adopción de unos determinados valores, el sentido de la colaboración mutua, la asimilación de su propio ser sexuado, en definitiva, todos los elementos básicos conformadores de su personalidad, le van a ser suministrados por los modelos que de continuo aparecen en la familia y esto, como ya se ha indicado, desde momentos muy tempranos.

     De lo dicho se deduce lo grave que resulta que un niño se eduque sin pautas referenciales o sin modelos. Como certeramente señala M. Kellmer Pringle (1976), el drama fundamental del niño de orfelinato consiste en el desarraigo esencial de no tener historia. Carecer de antepasados o de familia presente, vivir sin raíces, sin marcos referenciales de comportamiento es, sin duda, uno de los obstáculos a salvar en la educación de estos niños.

5.1.1.2  Contactos numerosos

     Esta característica se deriva lógicamente del contenido del apartado anterior. Casi por norma general, en todas las familias los hijos realizan juntos numerosas actividades: comida, juego, baño y hasta visten las ropas de sus hermanos, sobre todo si son muchos. Estas continuas vivencias relaciónales llevan aparejadas un alto grado de intimidad y franqueza que, como ya hemos señalado antes, suele ser de naturaleza básicamente emocional. Cuando los niños son pequeños esta perspectiva es la que se impone (J. Dunn, 1986), pero los términos que utilizan al referirse a sus hermanos cambian al ir creciendo, así, los menores de cinco años se expresan de manera egocéntrica, pero, a medida que aumenta la edad, es probable que utilicen términos abstractos al referirse al hermano como persona, en el sentido de «es amable», «es malo», etc. Lo que está fuera de toda duda es que, debido precisamente a la intensidad de las relaciones que se establecen entre ellos, crecer con un hermano u otro puede ser una experiencia muy diferente en razón a sus diferentes edades y grado de madurez, pudiendo ser uno de los motivos fundamentales que sirvan para explicar las diferencias que con frecuencia se observan entre unos hermanos y otros.

     Estos datos nos llevan a la necesidad de analizar las diferentes relaciones cuantitativas que pueden establecerse dependiendo de la propia estructura familiar. De este modo, a medida que la familia crece con la llegada de nuevos hijos, el tipo de relaciones también se ve modificado en su cantidad, afectando incluso a la calidad de las mismas, puesto que cada uno de los componentes del núcleo familiar necesitará hacer un ajuste de su comportamiento a las posibles nuevas situaciones. Así, Bossard y Boll (1969) llegan a formular la «Ley de la interacción familiar»: «Con la adición de cada nuevo miembro de la familia o grupo social primario, el número de personas aumenta según la más sencilla de las progresiones aritméticas de números enteros, mientras que el número de interrelaciones personales en el seno del grupo crece según la serie de números triangulares.»

     Ello viene a significar que no existe un paralelismo entre el advenimiento de un nuevo miembro de la familia y las relaciones que tal hecho generan: tres miembros de una comunidad producen tres tipos diferentes de relaciones; cuatro producen seis y así sucesivamente. Esta ley explica en la práctica muchas situaciones familiares, a veces conflictivas, que no tendrían interpretación lógica desde otra perspectiva. Así nos hace caer en la cuenta de lo compleja que se presenta la relación familiar para un niño pequeño —aunque sea hijo único— que conviva con sus padres, algún pariente (tíos, abuelos ...) y, tal vez, alguna empleada, por lo que se ve sometido a un marco de relaciones adultas que puede ser el origen de no pocos conflictos interiores.

     Puede hacer comprender, también, la situación de algunos hijos intermedios de familias numerosas que, si no media un cuidado consciente de los padres para atenderlos personalizadamente, pueden sentirse perdidos en la maraña de relaciones familiares y no valorados suficientemente en su individualidad.

     Puede explicar la situación en la que se encuentra la familia cuando desaparece alguno de sus miembros. Que falte un hermano, por ejemplo, supone que las relaciones globales se verán restringidas en mucho más de la unidad, lo que exigirá de todos un ajuste de su comportamiento. En este sentido cabe reseñar la importancia de la función hermano —nada desdeñable— en estos casos, ya que suele ser un elemento de apoyo mutuo ante circunstancias extremas, como es la muerte de algún padre o hermano (Arnstein, 1981).

     Por último, es una realidad sociológica fácilmente constatable que el mapa familiar actual se ha transformado grandemente. De la familia numerosa se ha pasado en gran medida a la reducida y de la familia extensa a la nuclear. Este cambio lógicamente se dejará sentir en los mismos procesos de socialización del niño y puede explicar la tendencia actual de los jóvenes a integrarse en grupos de muy diversa índole, a veces marginales (Rof Carballo, 1976) buscando probablemente un marco de relaciones amplias y una seguridad y apoyo que hoy no proporcionan muchas familias.

     Este dato nos lleva a considerar el hecho de que cada niño —o adulto— busca en su entorno su propio espacio vital que satisfaga la necesidad de aprobación que es fundamental para la constitución del autoconcepto. La formación de la autoestima viene dada en gran medida por la imagen que proyectan sobre el niño aquellas personas con las que convive. El mismo Adler llamó la atención sobre el efecto «revelador de talentos» que depende, en síntesis, de la actitud estimulante o no que los padres adopten frente al hijo. Lo mismo podría afirmarse de los hermanos, puesto que en su contacto mutuo afirman o niegan —dependiendo de la calidad de la relación establecida— su propia estima personal.

     Una última consecuencia de los contactos numerosos que posibilita la función hermano es que de ella se desprenden unas constantes lecciones de convivencia de importancia educativa suma y que están ligadas, muy tempranamente, a la socialización infantil. A través del ambiente familiar y, sobre todo, de las relaciones fraternas, aprenderá de la existencia de otras personas con derechos y exigencias propias y con diferentes ámbitos personales que hay que respetar. La existencia de un proyecto educativo claro y flexible a un tiempo por parte de los padres, le ayudará sin duda a comprender que sus pequeños caprichos no deben obstaculizar las exigencias legítimas de los que le rodean, lo que supone, en definitiva, aprender a tolerar y a convivir.

5.1.1.3  Introducción en la vida real y objetiva

     Es este un aspecto de la relación entre hermanos de una gran importancia y que se manifiesta con una fuerza especial en la familia extensa. En ella, el niño no necesitaba salir del marco familiar para encontrar sus compañeros de juegos y cualquier otro tipo de relaciones. Los hermanos, primos o amigos ejercían una acción portadora de experiencias sobre lo que significa la realidad con todas sus compensaciones o frustraciones. Es un dato de observación corriente, ratificado por experiencias diversas (J. Dunn; C. Bühler) que los hermanos pasan largo rato en actividades imitativas que C. Bühler llamó «sucesivas» por las que un niño copiaba inmediatamente lo que acababa de hacer otro para demostrar que era capaz de hacerlo tan bien o mejor que su hermano. Estas secuencias de imitaciones expresan la íntima unidad que existe entre la vida e intereses de los niños. Hay estudios (Bandura, Ross y Ross, 1963) en los que se habla de la tendencia del niño a imitar a personas que considera superiores o también a niños que encuentra más próximos por edad o intereses. Así Lewis y Brooks-Gunn (1979) sugieren que, incluso a los 14 meses, el hermano pequeño puede sentirse atraído por el mayor, ya que, de algún modo, puede reconocerlo como «igual a mí». Los datos recogidos por Dunn y Kendrick (1986) parecen confirmar estos hechos.

     Este mecanismo lleva a que, en la práctica, los hermanos mayores se convierten en muchos aspectos en maestros de los pequeños y ello de diversas maneras. Por un lado, gracias al juego compartido, los hermanos van a aprender diversas habilidades que están en la base de aprendizajes posteriores más sistematizados y característicos de un centro escolar. El factor estimulación es un componente adicional del juego y es decisivo en orden a la mayor madurez sicomotriz del niño; la ausencia de ella es, tal vez, lo primero detectable en los niños que acuden al nivel de preescolar. Además, muchos de los ejercicios que se realizan en la escolarización de los primeros años, tienen el mismo fundamento —sólo que científicamente sistematizados— que los juegos tradicionales y espontáneos del hogar.

     En segundo lugar, los hermanos pueden transformarse en auténticos medios de instrucción para los pequeños. De los aspectos que podríamos citar, tal vez el más decisivo es la adquisición del lenguaje que viene favorecido por la interacción entre el niño pequeño y sus hermanos (Lichtenberger, 1965). El lenguaje se aprende, básicamente por imitación y, gracias a él, se comunican ideas y experiencias. Ambas funciones pueden verse muy favorecidas cuando existe una convivencia rica entre los hermanos, ajena a mecanismos entorpecedores —como la sobreprotección exagerada que impide crecer psicológicamente al que la padece— y siguiendo unas mínimas pautas educativas en el aprendizaje del lenguaje (por ejemplo: sin adivinar lo que el niño quiere antes de que lo pida; evitar responderle en su jerga, etc.).

     En tercer lugar, la relación entre hermanos puede favorecer, también, el desarrollo correcto de la educación sexual y ello desde diversos puntos de vista: ayudará a la aceptación de las diferencias anatómicas de los sexos, o bien, cuando los hermanos son mayores, constatando y asumiendo las diferencias psicológicas entre ellos, puesto que, de algún modo, las relaciones de los niños con las niñas en el contexto familiar, suponen un avance de lo que será después su postura frente al sexo opuesto. En este caso, como en tantos otros, el comportamiento de los padres es decisivo, ya que si saben establecer como norma de la convivencia el respeto mutuo, se ofrecerá como la pauta de conducta para los hijos.

     Ahora bien, los hijos de una misma familia no siempre tienen los mismos intereses ni los mismos caracteres ni, en consecuencia, las circunstancias vitales han sido las mismas para todos. De aquí que, cada hermano, busque diversos modos con los que afianzar su personalidad; perspectiva desde la que resulta especialmente valiosa la relación fraterna por cuanto se convierte de esta manera en un instrumento valioso para perfilar la identidad individual. Un acercamiento educativo a tan importante cuestión exige la formación de lo que Lersch llama el «sí mismo propio» y que hace referencia a un modo especial de tratar el desarrollo del niño por el que se realiza una adaptación consciente a sus particularidades sobre la base del respeto a su proceso cíe desarrollo personal. Como hemos reseñado antes, las situaciones familiares son tan dispares que emplear la frase de tantos padres «yo trato igual a todos los hijos» y llevarla a la práctica, supone el mejor medio de no hacerlo, propiciando que peligre el respeto al ritmo personal de cada uno. Por el contrario, la vivencia equilibrada y respetuosa de las diferencias individuales de cada contexto familiar, supone un medio educativo de primer orden que servirá para sentar las bases de una mejor convivencia en sociedades más amplias; primero en la escuela y luego en la sociedad.

5.2  El sistema familiar

     Muchos son los cambios experimentados por la familia de nuestro tiempo en relación con la de épocas no muy lejanas. Las causas son múltiples: una mayor longevidad humana que ha aumentado la duración del ciclo vital familiar; nuevas concepciones del mismo significado del matrimonio; una gran reducción del número de hijos debido a nuevas pautas sobre la reproducción; una incorporación creciente de la mujer al mundo laboral que ha servido, en algunos casos, de elemento de comprensión mutua entre los esposos y, en ocasiones, como factor de desintegración y pérdida de los papeles dentro de la familia; una mayor espontaneidad a la hora de enfocar las relaciones de la pareja con menores inhibiciones, por lo que los mismos conflictos se hacen más evidentes, etc. Lógicamente la consecuencia es que la misma estructura familiar resulte alterada en muchos aspectos, siendo el más evidente a la observación directa el de su tamaño.

     Ante esta realidad, hemos de adoptar algún criterio para acércanos a ella; tradicionalmente el primeramente utilizado es el cuantitativo de cuyo análisis se van a derivar unos concretos estilos de vida. Como consecuencia, hablamos de características comunes a las familias de sistemas pequeños o numerosos (Bossard y Boll). Este modo de enfocar la cuestión ha sido de algún modo puesto en entredicho por cuanto una familia de varios niños puede diferir significativamente de otra familia si aquéllos tienen diferencias de edades y están distribuidos de diferente forma en cuanto a su sexo (Walter Toman, 1982). Si tienen dos hijos, por ejemplo, el núcleo familiar puede componerse de dos niños, dos niñas o niño y niña. En el último caso cualquiera de ellos puede ser el mayor, con lo que las posiciones fraternas son variadas lo que, ciertamente, puede repercutir en las mismas relaciones familiares y, por lo tanto, educativas.

     Los trabajos sobre familias de otras culturas de Whiting y Edwards (1977), en los que estudiaron la interacción entre hermanos de tres comunidades africanas, dieron como resultado que la conducta amistosa se manifestaba con más frecuencia entre hermanos del mismo sexo que entre los de sexo diferente.

     Del mismo modo, es fácil deducir que, desde una perspectiva psicoanalítica, los hermanos del mismo sexo que se encuentran en una situación edípica, tenderán probablemente a vivenciar una mayor rivalidad entre ellos.

     La casuística a la que podemos acudir es muy grande y responde a realidades concretas. Con todo, es lo cierto que las relaciones fraternas vienen primariamente determinadas por el número de hermanos —piénsese en la diferencia de la familia de hijo único en relación con la numerosa— por lo que creemos conveniente esbozar los puntos básicos que puedan servir para diseñar los diferentes sistemas familiares:

5.2.1  Sistema de familia pequeña

     Es la que se está imponiendo generalmente en Occidente y, por lo mismo, en nuestro país. En este sentido en España se ha pasado de un índice medio de hijos del 4,71 en el año 1900, al 2,5 en el quinquenio 19701975 hasta un 1,2 en la actualidad.

     Este modelo de sistema familiar presenta unos rasgos característicos para los hijos que, en síntesis, serían los siguientes:

  1. Una mayor preocupación de los padres, a veces excesiva, que puede acabar en actitudes de sobreprotección que coarten la libre expansión de las necesidades infantiles.
  2. El juego social interfamiliar se encuentra más reducido, al contar con número mínimo de miembros. Este sistema pequeño que, casi generalmente coincide con la familia nuclear, brinda menores posibilidades de socialización y aporta menores figuras protectoras para el niño que las que podía encontrar en la familia extensa.
  3. Como consecuencia, el niño —sobre todo si es único— se transforma en el centro de la familia. Si los padres no se preocupan por ampliar su horizonte relacional favoreciendo el contacto con otros niños de su edad, pueden aparecer en él sentimientos sobre una importancia exagerada de su persona, o bien, situaciones de soledad con una incapacidad para desenvolverse en las relaciones sociales fuera del marco de la familia. En este sentido, es típico el trauma de la entrada en la escuela propio de niños sobreprotegidos.
  4. El hijo de familia pequeña tiene, por otro lado, más posibilidades de instrucción al ser mayor el potencial económico de sus padres. Éste es un argumento habitualmente esgrimido por muchos de ellos —sobre todo en familias modestas— para justificar la imposibilidad de tener más hijos. Desde otro punto de vista, es un mecanismo que se inscribe en los deseos paternos de proporcionar lo mejor para sus hijos. El riesgo estriba en que, al socaire de ese legítimo deseo, no se contemplen las posibilidades reales de los mismos y lo que les mueva, en el fondo, sea la satisfacción de las propias ambiciones adultas que los padres no hayan visto logradas en su vida personal.
  5. En este tipo de familia existe normalmente una gran concentración de emociones, puesto que sus destinatarios son pocos, ya se trate de sentimientos de solicitud, cariño o agresividad. Este problema adquiere una mayor virulencia en las situaciones de conflictividad matrimonial, acaben o no en ruptura.
    También es digno de tenerse en cuenta el caso del hijo único, puesto que la carga emocional se dirige a una sola persona, lo que suele tener serias repercusiones para él: si los estímulos son de solicitud pueden crear una gran dependencia afectiva; si son de rechazo los vivirá con todo su rigor al no existir otros hermanos en los que apoyarse.
    Esta concentración de emociones propia de la familia pequeña tiene una gran repercusión en el estilo disciplinar, puesto que las sanciones y gratificaciones proceden, casi exclusivamente, de los adultos. Si éstos son poco flexibles, pueden generar emociones difícilmente conciliables: por un lado, la preocupación constante por el hijo; de otro, el sentimiento de un posible rechazo ante el estilo disciplinar impuesto. Esta ambivalencia suele ser motivo de confusión y posible origen de conflictos. De aquí la importancia educativa de propiciar a los niños que viven situaciones cotidianas propias de familias reducidas, experiencias relaciónales que sirvan de contrapeso a los posibles riesgos típicos de su configuración sociológica.

5.2.2  Sistema de familia numerosa

     Aunque existe una mayor literatura sobre el modelo de familia pequeña, sobre todo en el caso del hijo único, sin embargo, no faltan estudios sobre la situación del niño en las familias de muchos hijos (por ejemplo, los ya mencionados de Walter Toman y Bossard y Boll) aunque, ciertamente, el tema ha sido más tratado desde una perspectiva sociológica que educativa. Con todo, podemos establecer unos rasgos comunes para este modelo familiar:

  1. La psicología del niño encuentra oportunidades de hacerse más realista y, por lo mismo, más autónoma, puesto que los padres no pueden estar tan pendientes de ellos. Los hijos tendrán que aprender a resolver tempranamente muchos pequeños problemas vitales por sí mismos, con lo que se favorece su orientación hacia las situaciones de la realidad exterior. El riesgo puede venir dado cuando, por las circunstancias derivadas del contexto familiar, se encuentra con un nivel de exigencia superior a su momento madurativo.
  2. El campo de experiencias es muy variado, la dinámica familiar suele ser muy rica y, como consecuencia de lo anterior, los niños deben aprender a adaptarse a múltiples situaciones diversas. Esta faceta que puede ser origen de una gran riqueza en la construcción de la personalidad infantil, puede, sin embargo, resultar confusa si el niño se pierde en la maraña de relaciones familiares, sobre todo cuando no existen pautas educativas claramente asumidas.
  3. Los hijos encuentran sus propios compañeros de juego y trabajo dentro del hogar; los hermanos comparten sus actividades constantemente. De aquí no es imposible que pueda surgir la rivalidad —hecho que estudiaremos en un punto aparte— o, también, una especial cohesión dependiendo de la conciencia de grupo que exista. Ésta se verá favorecida con la acción educativa de los padres: saber dispensar amor a todos sin favoritismos, dirigir con equidad, fomentar la vivencia de una verdadera solidaridad, son elementos que se encuentran en la base de la formación de una auténtica conciencia familiar y de grupo.
  4. Los sociólogos suelen afirmar que cuando existe un grupo numeroso conviviendo junto, sus miembros adoptan diferentes papeles dentro de él. Así, se habla de la existencia de un hermano responsable, o el sociable, o el ambicioso, el irresponsable, etc. (Bossard y Boll). La razón de fondo estaría en la necesidad de cada ser humano de afirmar su «yo» buscando su propio espacio en el núcleo social en que vive, que llevará a adoptar modelos de comportamientos a veces diametralmente dispares en cada uno de los componentes de la familia. Como hace observar J. Dunn (1986) no sabemos hasta qué punto corresponden estas clasificaciones con la realidad de cada situación, pero parece claro que existe una tendencia en las familias a asignar papeles, sobre todo, durante los años escolares, en relación a las características de cada hijo. Las diferencias entre hermanos se agudizan a medida que crecen y no sería ilógico suponer que esa manera de situarse cada uno buscando su espacio personal en el núcleo de la familia numerosa contribuyera de manera clara a marcar las diferencias personales.
    Ya hemos señalado antes que es corriente encontrar la aseveración de que, en una familia numerosa, los hijos intermedios corren el riesgo de quedar aislados y, por lo mismo, con su individualidad en entredicho. Sin embargo, está comprobado desde distintos campos (Walter Toman, 1982; I. Boszormeny-Nagy G. M. Spark, 1983) que las configuraciones de hermanos en este tipo de familia tienden a dividirse en grupos. El motivo que origina esta división puede radicar en la diferencia de edad, cualidades físicas o psíquicas, distintos intereses, afinidades afectivas, etcétera. Estas subdivisiones pueden ser motivadas, también, por los mismos padres si, por ejemplo, proporcionan a unos hijos mayores atenciones que a otros.
  5. Un problema importante en este sistema familiar es el de la disciplina. La gobernabilidad de un grupo amplio exige que ésta se plantee claramente para que pueda ser aceptada por todos dependiendo, claro está, del grado de autonomía personal de cada uno de sus miembros. En este espacio familiar el sentido de una disciplina educativa —ni autoritaria ni libertaria, sino estimuladora de las potencialidades de cada uno— cobra toda su importancia.

5.3  El rango en los hermanos

     Es esta una cuestión importante puesto que el desarrollo de cada niño va a venir determinada, de algún modo, por el lugar que ocupa en la familia. No es lo mismo ser el hermano mayor que el segundo o el último; los padres tampoco son idénticos, puesto que su edad va cambiando así como su experiencia. En resumen, todos los hermanos viven situaciones diferenciales que se impone tratar sintéticamente.

5.3.1  El hermano mayor

     En la familia tradicional el hermano mayor —el primogénito— era el destinado a heredar la profesión y estatus del padre, por lo que en su entorno se creaba un estado emocional del que participaba toda la familia. Aunque hoy la sociedad ha evolucionado mucho, sin embargo, el hijo mayor sigue siendo el destinatario de buena parte de las expectativas paternas. Como señala Catherine Petit (1986), todo hijo real viene precedido de uno imaginario y la distancia entre ambos puede llegar a ser muy grande. Este mecanismo suele darse con mayor intensidad con el primogénito, puesto que la experiencia repetida de la paternidad, tempera de alguna forma las expectativas ideales de los futuros hijos.

     Por otro lado, ya lo puso de relieve A. Adler, los padres suelen depositar una confianza especial en el hijo mayor por el mismo hecho de serlo, confianza que suele ir acompañada de mensajes verbales o no y que, con seguridad, servirán para conformar el nivel de aspiración del niño. No es infrecuente que al hijo mayor se le confíen prematuramente responsabilidades, sobre todo si tiene hermanos pequeños, que pueden orientarle a la adquisición de un sentimiento de autoridad o, por el contrario, de un cierto fracaso si no actúa conforme al deseo de sus padres.

     Dada su situación en la familia, este hijo tiene un estilo de convivencia marcada por los adultos —durante un cierto tiempo es, en realidad, hijo único—, lo que puede determinar que esté fuertemente estimulado. Tal vez sea por esta causa por lo que muchas veces destacan en su rendimiento intelectual (Porot, 1969); lo cierto es que este tipo de hermanos suelen estar descritos (Arnstein, 1981) como «ansiosos, conformistas y conservadores; competentes para dirigir el trabajo ajeno ... respetan la autoridad, serios, introvertidos, egoístas, dominantes ...» caracteres que pueden encajar en muchos hijos mayores, ciertamente, pero que estarán matizados por el tipo de estructura y dinámica familiar en la que vivan.

     Un tema que no se puede soslayar, porque es típico de toda la literatura psicopedagógica, es la situación planteada ante el nacimiento del hermano segundo. Es el momento en que el mayor pasa a quedar «destronado» por el pequeño y en el que se pueden producir los conocidos mecanismos de regresión que acompañan a la vivencia de los celos. Así, el hijo que antes controlaba sus esfínteres, empieza a mojar la cama de noche; o comienza a chuparse el dedo o se niega a comer solo ..., la sintomatología es muy variada. Parece que existe una relación muy estrecha entre la intensidad de la relación afectiva establecida por el primer niño con su madre/padre y la reacción del mayor ante la llegada del segundo. Los profesionales clínicos conceden a este hecho una importancia crucial, ya que, cuanto más estrecha sea la relación del niño con su madre, mayor será el problema de hostilidad y de celos. En el fondo de esta cuestión, como señala F. Escardó (1978), está el hecho de que el hijo celoso, con seguridad, gozaba de privilegios dentro de la familia. El nuevo hermano no le roba lo que es legítimo: el cariño de su madre ni las atenciones que le corresponden por su edad. Si el hermano mayor siente celos, probablemente disfrutaba de un estatus no correspondiente al grado de desarrollo que demandaba su edad evolutiva.

     Lo dicho presenta una mayor importancia porque la situación de celos puede aparecer en cualquier posición fraterna y no sólo en la del hijo mayor, puesto que depende más del estilo educativo capaz de formarle en la autonomía personal que del lugar que ocupe dentro de la familia. Así podemos encontrar el problema en el hijo mayor respecto al segundo, éste en relación al tercero, etc. Ésta es la realidad que hemos encontrado como resultado de un trabajo de campo sobre la temática «Familia y rendimiento escolar» realizado sobre una amplia muestra (1.182 muchachos de la ciudad y provincia de Salamanca).

5.3.2  El hijo segundo y los hermanos intermedios

     Después de la experiencia del primer hijo los padres se sienten más seguros y ven con mayor serenidad los problemas normales de la crianza de sus hijos, lo que les lleva a una mayor flexibilidad en su comportamiento. El estudio de Newson señaló que el cambio principal en la conducta de los padres con el primogénito y con sus hijos menores se traducía en un paso de la rigidez a la flexibilidad 0. Dunn, 1986). Actos como la hora de ir a la cama y hábitos como chuparse el dedo o el recurso a objetos tradicionales (ositos, prendas o juguetes especiales) son más corrientes entre los hijos menores.

     Por lo que hace referencia al hijo segundo, éste se encuentra con una situación familiar peculiar: en la casa hay otro hermano mayor que él en todos los aspectos. De aquí se deriva un posible deseo de competición por igualarle, ya que es difícil que se dé cuenta de que las ventajas de aquél son sólo aparentes y que desaparecerán con el tiempo.

     En ese momento también empiezan a entrar en juego las diferentes relaciones señaladas por W. Toman que ya citamos y en las que el comportamiento de los hermanos viene de algún modo matizado dependiendo del sexo de cada uno de ellos. Además, entran en juego las propias expectativas paternas, porque en una sociedad en la que todavía los roles masculinos y femeninos están muy marcados, las esperanzas de los padres pueden ser diversas según el sexo de los hijos. Se suele tolerar mejor un «fracaso» en los estudios de una hija que de un hijo, por ejemplo. La casuística posible es grande: un hermano segundo puede sentirse alterado cuando la competidora es la hermana, o ésta puede adoptar una reacción de avidez por el trabajo o tender a exagerar una manera de ser «especialmente femenina» cuando tiene que competir con un hermano.

     Una cuestión básica cuando hay varios hermanos es la que hace referencia al tipo de motivación que se utilice en la familia. En este sentido, el recurso a la emulación, tan propio de una disciplina autoritaria, sólo servirá para fortalecer los sentimientos competitivos entre los hermanos. De este modo, se puede llegar a sentimientos de fracaso en el empeño de superar al hermano más dotado, o bien, mecanismos de oposición ante aquél o ante los propios padres, propios de una actitud negativista por el temor de no alcanzar las metas propuestas; o la renuncia ante un trabajo que desborda las posibilidades individuales, explicación de muchos fracasos escolares o, por último, la reacción de compensación por la que algún hermano buscará algún campo en el que destacar diferente de los otros.

     La situación de los hermanos intermedios añade, además, alguna otra característica. Si la familia es muy numerosa, corren el riesgo de la indiferenciación ya señalada y que se agudizará con la práctica habitual en tantas familias, de ser los absolutos herederos de todas las cosas de sus hermanos mayores. La necesidad de sentirse valorados y de construir su propio espacio personal puede llevarlos a la adopción de posturas más o menos llamativas para captar la atención de los que les rodean, sobre todo de los padres. Esta situación puede ser salvada siempre qué se potencien y se respeten los espacios vitales de cada uno.

5.3.3  El hermano menor

     La figura del hermano menor ha estado siempre muy tratada desde diferentes puntos de vista —psicológico, pedagógico, literario y hasta bíblico— y aparece con unas características especiales. En el sentir de la calle también encontramos un interés especial por el tema e, inconscientemente, se le presenta como un hijo mimado, demasiado protegido, algo caprichoso e infantilizado.

     Ciertamente la situación familiar a la llegada del hermano menor es muy diferente a la que vivieron los otros. Los padres suelen ser mayores, a veces demasiado si el pequeño llega tarde, lo que puede repercutir en la crianza del hijo. No es infrecuente que, debido a este hecho, deleguen bastantes tareas de su cuidado y educación en los hermanos mayores. En este sentido resulta importante considerar la diferencia de edad entre el hermano pequeño y los anteriores. Si es muy grande, el menor puede encontrarse con el hecho de que, en la práctica, tiene varias figuras parentales y, en cambio, carece de hermanos con los que compartir todas las experiencias propias de la función de hermano.

     Ahora bien, generalizar en estos temas es muy comprometido y es aquí cuando se echa en falta la existencia de categorías generales de conducta suficientemente contrastadas. A. Adler describió minuciosamente las posibles reacciones del benjamín: le ve como más inmaduro, debido a su edad; necesitado de una protección especial que, según este autor ya clásico, le hace crecer en un ambiente más permisivo. La familia no suele confiarle nada y este mismo hecho puede actuar de revulsivo psicológico que le haga buscar la superioridad sobre los que le rodean; o puede ocurrir que fracase en su empeño encontrándose desarmado ante las frustraciones, hecho que puede llevarle a la huida de toda responsabilidad.

     Estos datos, con ser sugestivos, hay que interpretarlos desde la perspectiva del pensamiento de Adler para quien la vida humana se debate constantemente entre los polos opuestos de la lucha por la superioridad y el sentimiento de inferioridad. Ocurre que este autor parte de la premisa, cuestionable, de que todos los hermanos menores son objeto de una protección especial por parte de la familia. Sin embargo, autores como Mauco y Rambaud (1951) hacían notar ya que los hijos menores que acudían a su consulta, lejos de estar mimados, presentaban síntomas de haber sido ignorados por sus progenitores y que, entre los padres que acudían a consulta existían numerosos casos de situaciones familiares anómalas (separación, viudez, etc.).

     La posible casuística es muy diversa, así como las reacciones del hijo menor. No es raro que se sienta estimulado por el ejemplo de los mayores y que esto le lleve a una maduración más temprana de su personalidad. Desde otro punto de vista, a través de la experiencia de los hermanos mayores, tendrá la posibilidad de conocer la «vida real» con la trascendencia que comporta para él la conducta de aquéllos: hay menor distancia generacional, están más al día, hablan un lenguaje más próximo y son, en definitiva, los maestros más eficaces de los hermanos menores.

     Tampoco es infrecuente que el hermano pequeño esté cómodo en su papel de protegido —en el supuesto de que así suceda— y que no encuentre estímulos suficientes para superarse, ya que todo se le da resuelto de antemano; en este caso entran en juego con toda su fuerza los caracteres del hijo menor tan manejados por todos. Sólo el conocimiento de los adultos en orden a los posibles riesgos llevará a la adopción de los consiguientes medios educativos que los eviten.

5.3.4  El hijo único

     La situación de la familia que tiene un solo hijo va siendo cada vez más frecuente en los países desarrollados. No son casos más o menos atípicos corno la consecuencia de un matrimonio tardío o la imposibilidad para tener más hijos. Al contrario, hoy existen muchas parejas jóvenes que en sus expectativas de futuro queda claramente prefijada la voluntad de tener un solo hijo. Esta situación familiar, aparentemente, presenta unas carencias que, en ocasiones, se manejan de modo inexorable a la hora de fijar el futuro del hijo único. Sin embargo, creemos que, siendo conscientes del problema, no se deben establecer unas relaciones causa-efecto, porque los condicionamientos personales del hijo único pueden quedar salvados gracias a la acción educadora de los padres.

     Las circunstancias sociológicas de este tipo de niños vienen a coincidir en gran medida con la de la familia pequeña, aunque tal vez, intensificadas. Serían las siguientes:

  1. Carece en la familia de compañeros con los que jugar y competir.
  2. Todas las demandas afectivas de los padres convergen sobre él.
  3. Los padres tienden a ser demasiado solícitos. Al coincidir en una misma persona el primogénito y el hijo único, esa solicitud pudiera transformarse en ansiedad..
  4. Las actitudes imitativas del niño se dirigen primordialmente hacia el ejemplo del comportamiento adulto, al carecer de otros modelos de referencia en su entorno próximo.
  5. Puede gozar de determinadas ventajas, sobre todo de tipo económico. Ello puede significar en la práctica mejores oportunidades instructivas y más abundancia de bienes materiales.

     La situación así planteada puede conducir a algunos excesos en el estilo educativo del hijo único (Catherine Petit, 1986). Serían los siguientes:

  1. Los padres pueden optar por unas pautas educativas más permisivas con el objeto de evitar cualquier tipo de conflicto. Por este camino se obtiene un hijo mimado, incapaz de hacer frente a las dificultades propias de la vida adulta.
  2. Si lo que predomina en la familia es el estilo competitivo de la sociedad, los padres pueden adoptar una actitud rígida que busque el éxito del hijo por encima de cualquier otra consideración. Si, además, el criterio esencial para adoptar la decisión de tener un solo hijo es el de proporcionarle las máximas oportunidades educativas, el nivel de aspiración del que parten puede ser excesivo en relación con las capacidades reales del hijo. La frustración consiguiente, en el caso de que no cumpla los ideales paternos, puede ser grande tanto para aquéllos como para el propio niño.
  3. El hijo único capta fácilmente la importancia que reviste para sus padres, lo que puede aprovechar para oponerse a ellos con conflictos violentos. Al no disponer de hermanos, siendo un primogénito perpetuo, carece de la posibilidad de compartir y de rivalizar. En consecuencia, toda la necesidad de oposición puede concentrarla en sus padres.
  4. Al hijo único le cuesta más afirmar su autonomía, puesto que sus padres suelen estar muy pendientes de él. Los pequeños éxitos, así como los fracasos, pueden ser agrandados por los adultos, lo que puede llevarle a adquirir una idea excesiva sobre su importancia.

     De lo dicho se deduce la peculiaridad del hijo único: por un lado, los niños que se han desenvuelto con la sola referencia de los adultos, suelen estar sobreestimulados desde una edad muy temprana: esto puede llevarles a destacar intelectualmente. Por otro lado, corren el riesgo de estar carentes de experiencias vitales necesarias para prepararse para la vida adulta: sentido del riesgo, superación, necesidad de cooperación, etc. De aquí que se genere una ambivalencia entre el desarrollo intelectual y el afectivo que conduce a un tipo de adulto peculiar y no del todo infrecuente.

     Parece claro, como señala Porot (1965) que, cuando los padres son conscientes de las limitaciones en que se desenvuelve la vida de su hijo, es más fácil encauzar la educación. Básicamente, ésta debe ir dirigida a proporcionarle la función hermano de la que carece. La familia debe brindarle la posibilidad de relacionarse con otros niños: primos, vecinos, amigos o el marco de una educación infantil, pueden ser ayudas inestimables. El objetivo es que pueda establecer vínculos de amistad, colaboración y rivalidad, de las que carece en su entorno inmediato.

     De lo dicho se derivan dos cuestiones: una, que la casa debe tener una actitud de apertura hacia el exterior y, otra, que las relaciones entre niños deben establecerse con aquellos de una edad similar. En resumen, debe conseguirse que el niño sea uno entre iguales lejos de los privilegios y protecciones maternas, con el fin de que afloren sus propios recursos y acumulen un bagaje de experiencias personales que le sirvan de punto de referencia correcto en su comportamiento infantil y adulto.

5.4  El sentido de la rivalidad entre hermanos

     Entramos en el punto que, tal vez, ha despertado más controversias tanto desde el punto de vista psicológico como el educativo o el sociológico. Como afirma J. Dunn, la relación fraterna tiene una mezcla de afecto y de hostilidad y ello de una manera inevitable. Por otro lado, el conflicto entre hermanos posee un significado especial para promover el conocimiento y la comprensión entre ellos. Ahora bien, tal vez la corriente clínica que más ha destacado la importancia de la rivalidad sea el psicoanálisis: Burlingham y Freud la dotan de una importancia especial y destacan que, en una familia normal, la relación entre hermanos sólo se desarrolla en respuesta a la competición por el amor de los padres. Más recientemente Louis Corman (1980) interpreta el hecho de la rivalidad como una constante formando parte «del orden natural de las cosas», y añade, «cuando parece no existir es porque hay censuras muy fuertes que la han inhibido». Su estudio concluye con una tipificación sobre las formas manifiestas de rivalidad (la rivalidad del cuerpo a cuerpo, la rivalidad del rechazo, verbalización de la agresividad, las alianzas).

     Pero cuando nosotros hablamos de rivalidad, la entendemos como algo inevitable e, incluso, necesaria para el desenvolvimiento de la personalidad del niño. Nos estamos refiriendo, también, a un período intermedio en las relaciones de los hermanos, etapa necesaria y que debe quedar superada para dar paso a la colaboración y los sentimientos de solidaridad. Todos sabemos que los hermanos —que pueden estar tan unidos entre ellos que no pueden vivir el uno sin el otro— se enzarzan en ocasiones en disputas o peleas por las cosas más nimias. Por eso creemos que, cuando se adopta una actitud negativa frente al hecho de la rivalidad, se está hablando de procesos patológicos de la misma, ante los cuales cualquier educador debe estar en desacuerdo.

     Como ya dijimos en su momento, una de las características de la función hermano es la de conseguir que la preparación del niño para la vida adulta se haga sin traumas y en dosis que pueda asumir sin riesgos. A esto se une el hecho que, desde el campo de la psicopedagogía, se ha puesto muchas veces de relieve, la dificultad de adaptación que poseen los niños que nunca han tenido que superar una situación conflictiva ni han resuelto momentos difíciles por sí mismos: representan el síndrome del niño sobreprotegido. Desde esta perspectiva, la pequeña pelea o discusión adquiere su pleno sentido educativo. Saber renunciar o comprender o ponerse en lugar del otro, son elementos básicos que se encuentran en cualquier proceso de socialización.

     Ahora bien, el tema de la rivalidad fraterna puede quedar distorsionado fundamentalmente por dos hechos: la adopción en la familia de posturas competitivas o la problemática de los celos.

     La primera cuestión nos introduce en uno de los problemas más intrincados del momento actual. Ciertamente, estamos presenciando una carrera para ver quién vive mejor, quién se sitúa en un mayor nivel socioeconómico o quién posee más cosas. Esto, que es propio de una sociedad consumista, se ve agudizado por la problemática actual de paro planteada en el mundo del trabajo que hace desistir del esfuerzo a tantos jóvenes o les inclina a una carrera por competir. La sociedad —sobre todo a través de los medios de comunicación que alaban constantemente la importancia del «tener»— y la propia escuela —calificaciones, exámenes constantes al socaire de la «evaluación continua»— tienen una gran parte de responsabilidad en el fomento de actitudes abiertamente competitivas. Pero la realidad nos dice que la propia familia fomenta, en ocasiones, la actitud de competición en la que subyace una buena dosis de rivalidad. Siempre que se adopten posturas de emulación entre los hermanos o que se lancen a una exigencia de «notas» con la única finalidad de poseerlas sin subordinarlas al desarrollo individual del «saber», se estará dimentando las condiciones para que se distorsione el fenómeno natural de la «rivalidad».

     La segunda cuestión nos lleva a un análisis del tema de los celos. Ya dijimos que éstos suelen aparecer con el nacimiento de un hermano. Por ello numerosos autores coinciden en la importancia de preparar al hermano mayor para la llegada del siguiente (Spock, 1969; Close, 1980). No obstante, existe algún estudio (Trause, 1978) en el que, analizada la reacción del hermano mayor, no aparece conexión entre la respuesta inicial al recién nacido y la incidencia de problemas que se presentan después. Dunn y Kendrick tampoco encontraron una respuesta clara a esta cuestión, tal vez porque todos los niños que examinaron habían sido preparados con más o menos meticulosidad. Hay otros autores que no ven un significado especial en el hecho de preparar al hermano mayor y, por último, Anna Freud sostiene que, por muy bien preparado que estuviera el niño, podría quedar fácilmente desbordado emocionalmente por el acontecimiento real de la presencia del hermano.

     Aunque exista diversidad de opiniones, lo que no parece pedagógicamente correcto sería presentar al hermano menor como si en verdad hubiera venido de improviso. Esta afirmación puede estar avalada en la práctica, puesto que muchos problemas de celos tienen su origen en una mala introducción del nuevo hermano: actos como esperar que nazca el segundo para sacar al mayor de la habitación paterna, o aprovechar este momento para enviarle a la guardería u otros posibles, se encuentran en la base de una mala preparación para la llegada del hermano y agudizarán o crearán el mecanismo de los celos.

     De esto se deduce lo importante que resulta la conducta de los padres y sobre todo de la madre, que es la figura más cercana al bebé. En la experiencia realizada por Dunn y Kendrick encontraron, al menos, tres cambios fundamentales en la conducta de la madre después del nacimiento del hijo menor: en primer lugar, detectaron un aumento significativo de los enfrentamientos entre la madre y el hijo o hijo mayor, lo que se reflejaba en una serie de medidas tanto de tipo verbal como no verbal. En segundo lugar, disminuyó el tiempo que el niño mayor y la madre pasaban juntos. La frecuencia con que la madre ayudaba al niño, así como el tiempo que le cogía en brazos o le hacía caricias, disminuyó en un 24 por 100 en relación con el nivel que habían alcanzado antes del nacimiento. En tercer lugar, hubo un cambio en la iniciativa de la madre y del niño para comenzar la interacción, así las madres comenzaban menos veces el juego compartido, aumentando el protagonismo del niño en estas actividades. Como consecuencia, observaron un aumento en la conflictividad entre madre e hijo y ésta se producía de una manera más sensible en los momentos que la madre atendía al hermano pequeño.

     Como señala F. Escardó (1978), el problema no consiste sólo en que los niños pugnen por compartir el cariño de la madre, el problema se evidencia cuando se trata de compartir «privilegios». Por ello es importante que en la familia se perciba con claridad que el amor de los padres es el mismo para todos los hijos, aunque la forma de manifestarlo dependerá de las necesidades —no de las «exigencias»— de cada uno. Proporcionando a cada hijo sentimientos satisfactorios sobre las acciones correspondientes a su edad no tendrán necesidad de acudir a mecanismos regresores para captar la atención de los padres.

     Por último, la actitud solidaria de los padres debe ser el elemento integrador de la familia que favorezca el paso de la rivalidad —en el sentido empleado por nosotros— hacia actitudes de colaboración y apoyo mutuo entre los hermanos (este tema lo hemos tratado con amplitud en el libro: «Los hermanos: convivencia, rivalidad, solidaridad). A través de la superación de la rivalidad se aprenderá, ciertamente, el significado de la relación social, necesaria para las experiencias posteriores del niño en el ámbito de la escuela y de la sociedad.

5.5  Bibliografía

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