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Exigencia fundamental en todos los grupos humanos es la comunicación. Los términos «común», «comunidad», «comunicación» están íntimamente relacionados. Entendiendo por «común» aquello en lo que varias personas tienen participación y por «comunidad» un grupo de personas que tiene relación y participa en la consecución de unas metas, no puede existir comunidad sin comunicación; sin comunicación los miembros de una comunidad viven 50/05 aunque estén agrupados. La comunicación cumple un papel básico no sólo en la constitución de una comunidad, sino también en su continuidad; cuando la comunicación se rompe, la comunidad se resquebraja, se fracciona y termina por desmoronarse.
Pero además, la comunicación humana es un requisito imprescindible para el desarrollo psicológico normal y el bienestar psicológico (Scott, 1985). Muchos casos de niños aislados son un claro ejemplo de esta afirmación. En Illinois (USA) se descubrió una niña (Ana) en un piso, atada a una silla. Investigaciones posteriores pusieron de manifiesto que Ana había estado encerrada y aislada casi desde su nacimiento; no había tenido prácticamente ninguna comunicación; el desarrollo psicológico de la niña no alcanzaba más allá de la primera infancia y fue diagnosticada de retraso mental. Murió cuatro años más tarde.
Desde los primeros momentos de la vida existe ya la comunicación; esto lo han observado varios autores que se han dedicado al estudio de los estadios primeros de la conducta humana; de esta forma, Condón y Sander (1974) han podido señalar que «el neonato participa inmediata y profundamente en la comunicación y no es en su nacimiento un ser socialmente aislado». Como es obvio, el niño participa en un «diálogo» con mensajes no verbales, pero no menos cargados de significación positiva o negativa para la afectividad del niño. Desde este punto de vista Rof Carballo (1961) ha hablado de una influencia afectiva de la madre sobre el niño; este autor para designar esta relación ha empleado un término que ha llegado a ser muy conocido, el término «urdimbre primigenia». Moragas (1970) refiriéndose a este tipo de comunicación ha empleado el término «troquelado afectivo».
La comunicación que comienza en los primeros momentos de la vida como expresión de una relación directa del niño con su entorno familiar va a ir enriqueciéndose con la aparición del lenguaje articulado, de la palabra, como expresión simbólica de relación. El lenguaje verbal será así ese gran protagonista de la comunicación que va a permitir que se desarrollen nuestras capacidades cognitivas y disposiciones afectivas.
Es clásica la distinción entre factores cognitivos y factores afectivos o de personalidad que aparece en la mayoría de los manuales de ciencias del comportamiento humano; sin embargo, en la realidad, estas dimensiones no están tan separadas, sino que existe una interrelación y unos procesos actúan sobre los otros; desde este punto de vista, el desarrollo «cognitivo» (aptitudes intelectivas, atención, memoria, creatividad, etc.) influye sobre las dimensiones denominadas «afectivas» o de «personalidad» (madurez, equilibrio, extraversión, etc.) y viceversa.
Abordar el tema de la personalidad comporta serios problemas en los que no es mi intención entrar; sin embargo, no quiero dejar de subrayar dos de estos problemas por la importancia que ellos tienen referidos al tema que aquí se trata. El primero de ellos es sobre el propio concepto o definición de «personalidad». Los investigadores más sobresalientes distan mucho en ponerse de acuerdo en una definición básica de personalidad; ello indica el considerable número de teorías y modelos aparecidos, desde modelos con tendencias psicoanalíticas hasta modelos con paradigmas psicosociales, pasando, claro está, por modelos de la escuela conductista, modelos biológicos y factoriales. El segundo de estos problemas es un problema metodológico, dicho de otra forma, no podemos establecer pronósticos muy exactos sobre la futura conducta humana, ya que el desarrollo y formación de la propia personalidad es muy flexible, principalmente en etapas infantiles. Existen estudios que han demostrado que pueden producirse cambios muy profundos en la personalidad de un individuo debidos a circunstancias. Macfarlane (1977) reconocía que los primeros patrones de conducta son vulnerables en cualquier momento y que el ambiente ejerce una poderosa influencia en la conducta de niños y adolescentes (Jones et al., 1977). Kagan y Moss (1962) concluyeron que era imposible predecir aspectos significativos de la conducta y temperamento adultos en niños menores de diez años.
Volviendo al concepto de personalidad y siguiendo a Pinillos (1975) las características fundamentales de la misma serían las siguientes:
«En ningún lugar se halla el hombre histórico tan plenamente en su casa como en la familia, donde se le otorga la herencia genética, se constituye su biología de base, se conforma fundamentalmente su carácter y su personalidad» ha escrito con toda razón José Arana (Rof et al., 1976) y Rodríguez Delgado (o. c. 1976) considera que uno de los papeles más importantes de la familia es el de dar al niño información y un sistema de valores, dichos elementos son fundamentales para «la estructuración anatómica, funcional y psicológica de su cerebro». El mismo autor sigue indicando la importancia del contacto social para la formación de la personalidad y afirma que el aprendizaje así recibido «modifica de manera decisiva el sustrato anatómico y funcional de cada cerebro». Los factores culturales en el ser humano (los factores culturales primeros son plenamente familiares) tienen preeminencia sobre la herencia, los instintos, en lo referente al desarrollo de la personalidad individual.
El primer grupo de socialización es la propia familia: por ella y a través de ella el niño comienza a tomar los primeros contactos con los seres humanos, en un principio a través de un «diálogo» no verbal, posteriormente, enriqueciéndose este «diálogo» con la palabra. La familia, por tanto, parece tener un importante papel en el desarrollo de las primeras etapas de la vida, pero, ¿qué influencia ejerce en el futuro desarrollo de la personalidad de sus propios hijos? ¿Determina una parte importante de la conducta posterior que adoptarán los hijos? Freud, y en general toda la escuela psicoanalítica, concedieron un importante papel a las relaciones familiares de las primeras etapas del desarrollo; la discrepancia entre el «principio de placer», instinto biológico y el «principio de realidad», sustancialmente aplicado a las normas familiares, determina la conducta futura. De otra parte, la escuela conductista de Watson señaló la importancia que el ambiente tenía como experiencia de la primera infancia para predecir la futura personalidad adulta. Este determinismo tan restrictivo de ambas escuelas ha sido en gran parte superado, no sin antes afirmar que si no podemos sostener un determinismo de la conducta futura, sí se puede sostener que las primeras experiencias marcan huellas profundas en los futuros comportamientos. Como muchos estudios atestiguan, la relación y comunicación familiar cumplen este cometido. Una vez más he de referirme a Rodríguez Delgado cuando afirma: «la herencia proporciona una base anatómica y fisiológica del sistema nervioso, con tendencias que favorecen determinados tipos de respuestas ..., el eje referencial, sin embargo, no es genético sino cultural» (Rof et al, 1976). Y Cooley (1972) ya afirmaba que aunque la cultura no influye directamente sobre el comportamiento del individuo, ciertos aspectos de una cultura se transmiten por medio del grupo al que el individuo pertenece. La familia es el más importante de estos grupos de socialización.
En este papel que la familia desempeña para la formación de la personalidad de los hijos, varios autores han puntualizado y han puesto de manifiesto la importancia de la madre en el hogar familiar, de modo especial, en los primeros momentos del desarrollo filial; por supuesto, que esto no resta nada a la importancia que el padre tiene también para los hijos en la primera infancia, especialmente en lo que se denomina el proceso de identificación. Benedek ha afirmado (Fromm et al., 1977) que la madre es el primer maestro del niño. Imprime en el niño la pauta cultural, de aquí la importancia de su papel, ya que en nuestra cultura la confianza en uno mismo y la independencia son dos de los valores más elevados.
Estas pautas culturales se realizan ya en los primeros momentos mediante la relación afectiva (comunicación) con la madre, mediante la lactancia, el destete, el aprendizaje de los primeros hábitos, etc. La madre a través de las caricias, el contacto físico de su cuerpo, de su propio lenguaje envía mensajes al niño, a los que éste responde. A su vez, por la necesidad de relación-comunicación del niño con su madre, él mismo emite mensajes de aceptación o abandono. En el momento presente, la comunicación madre-hijo constituye un área de investigación muy interesante y es seguro que en el futuro podamos tener mejores conocimientos de esta comunicación.
Trevarthen (1975) ha escrito cómo los niños mantienen conversaciones con sus madres ya a los dos meses de edad, utilizando una mezcla de balbuceos y movimientos corporales. Son auténticos intercambios conversacionales en los que cada uno espera a que el otro termine antes de comenzar otra vez y donde cada comunicado tiene una duración que es específica de esa pareja. El mismo autor señala que no sólo son específicos de la pareja los ritmos de estas conversaciones, sino también los contenidos.
Esta necesidad de comunicación del niño pequeño puede explicar por qué la presencia de un hermano más joven puede mitigar la ansiedad por separación de los padres. El hermano más pequeño no puede satisfacer necesidades físicas, pero puede comunicarse afectivamente y evitar el sentimiento de soledad.
Revisando la literatura sobre las características de las figuras de «apego» en los niños, el único factor común parece ser la comunicación; un importante sector de la opinión científica considera que el «apego» a una sola figura materna y el mantenimiento de este «apego» es esencial para el desarrollo normal de la personalidad.
Bowlby (1951) ha defendido también que la falta de oportunidad para «apegarse» a una figura puede llevar al desarrollo de lo que él denomina un carácter privado de afecto (affectionless), una personalidad más o menos psicótica que se caracteriza por la incapacidad de establecer relaciones.
Se han observado diferentes formas de relación-comunicación en los recién nacidos, entre estas formas están:
Hacia la edad de doce meses los niños suelen decir la primera palabra, una vez superado el estadio previo de «laleo», que es una especie de juego funcional fonatorio. Las primeras vocalizaciones tienen una función primordialmente expresiva; a partir de la mitad del segundo año aparece una función representativa. Stern ha señalado varias etapas en el desarrollo del lenguaje infantil:
Desde esta etapa el lenguaje va a constituir el motor expresivo y comunicativo más eficiente del niño para con su familia.
Los padres deberán tener en cuenta la importancia que tiene la estimulación del lenguaje en sus hijos y esa relación comunicativa a través de los signos lingüísticos para un desarrollo posterior. A través del lenguaje, los niños reciben los estados emocionales de su familia, a la vez que ellos comunican los suyos en una interrelación continua que es básica para el posterior proceso de socialización. Como ya se ha indicado, las experiencias tempranas de relación-comunicación influyen positiva o negativamente en posteriores comportamientos. Incluso pueden darse deficiencias o comportamientos patológicos por algún tipo de experiencia infantil.
Rene Spitz es uno de los autores que más ha estudiado este tipo de relaciones en edades tempranas y su posterior desarrollo de los niños en ambiente normal y en ambiente de hospicio, llegando a la conclusión de que el progresivo retraso físico y mental mostrado por los niños de inclusa, frente al desarrollo mental de los niños de guardería era debido a la acción de una de las variables independientes que los diferenciaban, esta variable era la cantidad de intercambio emocional que se les ofrecía. Sander (1974) ha advertido que la sustitución del cuidador-a produce trastornos en la segunda semana de vida; relacionaba este trastorno con la incapacidad del cuidador-a para reproducir los patrones de interacción utilizados por el cuidadora original.
En un informe emitido por Bowlby (1951) firmaba que el -cuidado maternal en la primera y segunda infancia es esencial para la salud mental». Otros informes también han señalado que los niños de corta edad criados en algunas instituciones mostraban signos de un cierto retraso (Dennis, 1938; Dennis y Najarin, 1957).
El proceso de socialización que el niño debe ir formando a través de diferentes etapas es consustancial a la comunicación, primero familiar y posteriormente con vecinos y amigos. Las etapas del desarrollo psicosocial han sido estuadiadas por autores como Erikson (1963), de estas etapas doy un breve resumen en el cuadro 1. Se entiende por etapa o estadio del desarrollo en palabras de Pinillos (1975), «aquellas partes o momentos del desarrollo que son distinguibles en función de ciertas características homogéneas».
Rof Carballo (1972) ha señalado que una falta de estimulación-comuriÍcación puede llevar a consecuencias graves, tales como: «articulación verbal defectuosa; la adquisicióh de conceptos generales sufre un grave deterioró; él mundo conceptual queda lacunar, insuficiente, impreciso y desordenado; en los juegos se observa una defectuosa delimitación entre lo que es "tuyo" y "mío"». Es por lo que al llegar el niño a la edad escolar debe haber alcanzado la suficiente sociabilidad y relación comunicativa en el grupo familiar para poder adaptarse al grupo de su clase.
En este período el niño se hace más independiente del medio familiar porque necesita ampliar las relaciones con el mundo de otros niños. Esta relación comunicación se realiza principalmente a través del trabajo y el juego.
La escuela representa en este momento para el niño un mundo nuevo, no sólo porque deberá aprender un conjunto de conocimientos, exigido por las reglas del aprendizaje, sino también porque implica la separación exclusiva del mundo familiar y la adaptación social a otro grupo heterogéneo. La comunicación entre maestro y alumno ha de venir exigida por el deseo de enseñar uno y de aprender el otro (Ajuriaguerra, 1975); el maestro ha de ser el elemento unificador en el grupo; el niño busca en el maestro un equivalente de la figura paterna desde que se establece una comunicación.
Algunos padres inconscientemente tienen como una especie de reviviscencia de su período de escolarización al escolarizar a sus propios hijos y en algunos casos, como ha señalado Ajuriaguerra (1975), esta escolarización de los hijos representa una remisión de los problemas personales, proyectando sobre el niño la propia inseguridad y sobre el maestro las dificultades que ellos tuvieron en clase respecto a la autoridad. En este sentido los padres representan un importante papel de apetencia o indiferencia del niño hacia la escuela. Los padres son por ello un importante factor de motivación o desmotivación hacia la escuela. Deben, pues, los padres estimular a sus hijos hacia los aprendizajes escolares y hacia la escuela misma, teniendo en cuenta que se ha de evitar proyectarse sobre sus propios hijos.
En cuanto al diálogo entre padres e hijos, éste ha de ser sincero, corno de «amistad», comprensivo y nada ambivalente y menos contradictorio, ya que en este caso los hijos quedarán perplejos ante las incongruencias de los padres. Como Batenson (1959) ha señalado, algunos mensajes de los padres, aun adoptando una cierta libertad verbalmente, dejan por el contrario adivinar una incertidumbre en cuanto a las consecuencias (premio o castigo) cuando no se hacen sus deseos.
El niño necesita identificarse con roles sociales, claros y estables; éstos, a veces, por desgracia no los encuentra en sus padres. Lidz ha insistido en la búsqueda del niño por su identidad a partir del rol desempeñado por los padres; este papel no lo cumplen a veces los padres por hostilidades competitivas entre ellos. Y en este sentido, Wisme y Singer (1964) han indicado que el niño necesita un ambiente psicosocial estable y condiciones favorables para transformar sus funciones a lo largo del desarrollo.
Volviendo de nuevo al ámbito del trabajo escolar, y siempre teniendo presente este ambiente de diálogo, los padres han de sentirse solidarios y participar activamente en el trabajo de sus hijos, alabando los buenos resultados y no dramatizando en exceso el posible fracaso. En caso de fracaso o dificultades escolares se deberá acudir a un especialista para poder obrar en consecuencia. Como ha indicado Ajuriaguerra (1975) la participación de los padres en las tareas escolares es buena cuando los niños encuentran un apoyo y un detalle de afecto, pero, por el contrario, esta ayuda puede sentirse como agresiva cuando es fruto de una obsesión de los padres y la nota de un perfeccionismo personal.
Otro de los aspectos anteriormente apuntados, que tenía una gran importancia, por lo que conlleva de encuentro y comunicación con los otros, era el juego.
Se admite universalmente la importancia del juego en el ámbito social y cultural. Chateau (1970) afirma que «el niño se desarrolla jugando». El juego ha sido objeto de estudio por parte de bastantes autores (Buhler et al., 1927; Piaget, 1945; Piaget, 1951; Chateau, 1970; etc.), partiendo de concepciones y clasificaciones muy diversas. Desde un punto de vista de la relación social que conlleva el juego, Erikson (1959) señaló tres etapas de desarrollo:
Según ha señalado Lebovici y Diatkine (1962), el juego del niño es un modo de relación con el adulto con el que expresa la oposición a su dependencia y autonomía; es símbolo también de relaciones positivas y constructivas. De igual modo, con el juego y en el juego se descubren los amigos. La importancia simbólica del amigo para el niño es grande, hasta tal punto que el amigo estará presente, aunque ambos estén separados. Al niño lo que le interesa es un interlocutor para poderse comunicar.
Ante la importancia que el juego tiene para los niños, los padres no deben permanecer pasivos a esta actividad, por esto el juego es también una forma de comunicación entre ambos. Desde este punto de vista, los padres se hacen un poco «niños» y los hijos tienen la oportunidad de dialogar con sus padres mediante mensajes lúdicos.
Una parte importante de la maduración humana es la aparición de crisis evolutivas. Uno de los cambios más decisivos e importantes tiene lugar en la adolescencia . Es un período donde el ser humano se siente incomprendido. El adolescente ni siquiera se entiende a sí mismo. Autores como Spranger y Bühler han estudiado detenidamente la pubertad. Este último ha distinguido una primera fase negativa, y una segunda positiva. En la primera predominan sensaciones desagradables físicas y psíquicas, cuya manifestación es más acusada en las chicas que en los chicos. Se advierte flojedad, fatiga y susceptibilidad. Las expresiones de repulsa frente a la familia es una característica, acompañada de obstinación, rebelión, crítica; aislamiento. Este enfrentamiento con el mundo de los estudios es un proceso necesario en la formación de su personalidad.
Muchas veces el adolescente teme no ser comprendido, y quizá sea la causa principal de su aislamiento, de guardar en secreto sus sentimientos más íntimos y que no se los descubre más que al amigo íntimo por el que puede ser comprendido.
La necesidad de independencia frente al núcleo familiar es otra de las características del joven. Es un proceso positivo si se sabe encauzar. Existe en él una necesidad de ampliar su integración social y es preciso para ello que se genere una pequeña «ruptura» con la familia. Desea ser aceptado por el grupo social al que pertenece, pero también, aunque a veces pueda parecer lo contrario, por la propia familia. Necesita expandirse y comunicarse sin demasiados prejuicios ni autoritarismos. Como ha indicado acertadamente Ríos (1984), al adolescente se le trata como un niño, es decir, no se le deja opinar ni expresar abiertamente sus sentimientos, pero al mismo tiempo se le exige como un adulto, esto es, ha de ser responsable, estable y rendir como una persona mayor. A veces la rebeldía viene motivada por creerse desvalorizado en todo lo que hace. Los padres no deben perder de vista que en la mayoría de los casos detrás de esa «máscara» de anarquía se esconde un ideal de vida con grandes exigencias a los demás y a sí mismo.
El adolescente quiere ser escuchado, manifestar sus sentimientos, desahogarse sin miedos a críticas o rechazos; por esto la propia familia ha de armarse de comprensión hacia el hijo que no se entiende siquiera a sí mismo. Cuando no se siente comprendido y el diálogo se ha roto con su familia usa un lenguaje «no verbal» con reacciones típicas a las normas del hogar. En este momento el joven puede buscar fuera del hogar lo que en el hogar no encuentra . Sin embargo, la dependencia de la familia es mayor de lo que él mismo cree.
Son los padres los que en la práctica deben fomentar en el hogar:
Según ha afirmado Katz (1977), «el medio de relación más importante entre los hombres era antes, y todavía es, el lenguaje. En el diálogo se alcanza el contacto más íntimo». Este diálogo que los padres deben mantener entre sí repercute también en los propios hijos. En el grupo familiar existen reglas de las que uno y otro han de ser conscientes; estas reglas familiares limitan los comportamientos individuales. A todos nos disgusta perder parte de nuesta propia individualidad, de nuestros propios puntos de vista, pero esto es necesario. Buscar un «espacio común de encuentro» es lo más importante para poder desde aquí proyectar metas comunes de relación.
Otro aspecto importante es que la comunicación no ha de caer en ser convencional, rutinaria, directiva, ni cerrada, sino muy al contrario, abierta, sincera y autorresponsable.
Llewellyn (1977) ha advertido que ante los conflictos familiares se han de hacer dos cosas:
Según este mismo autor, en la familia que funciona, la principal exigencia es la comprensión, esto es, la apreciación de los valores de la vida conjunta, del equipo, frente a los posibles sentimientos de orgullo o de temor.
En conclusión, he de decir que a pesar de la crisis que la familia sufre en este tiempo, su valor de cotización sigue siendo elevado y difícilmente sustituible. Katz (1977) ha dicho: «No hay comunidad tan trascendental para nuestra formación del ideal y nuestra actitud total ante la vida como la familia. Ella es el grupo primario más importante, seguido por el del parentesco y la vecindad.» En ella hemos visto la primera luz; en ella hemos oído las primeras palabras; en ella nos hemos sostenido para dar los primeros pasos de nuestra existencia. La comunicación ayudará a que nuestros hijos puedan desarrollar lo mejor que llevamos dentro. Todo ello me recuerdan los excelentes versos de Nolte:
Si un niño vive con crítica
aprende a condenar.
Si un niño vive en el ridículo
aprende a sentirse culpable.
Si un niño vive con ánimos
aprende la confianza de sí mismo.
Si un niño vive con aceptación y amistad
aprende a encontrar amor en el mundo.