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Capítulo 3
Primacía de la Formación Ética en la Familia: Virtudes y Valores - Escuela Universitaria de Fomento



Tratado
de Educación Personalizada

Dirigido por Víctor García Hoz
7
La Educación Personalizada
en la Familia

Rogelio Medina Rubio; José María Quintana Cabanas; Esteban Sánchez Manzano; Elena Sánchez García; Pedro Chico González; Andrés del Moral Vico; Isabel Ridao García; María Jesús Comellas; Vicente Garrido Genovés; Amando Vega Fuente; Antonio Sánchez Sánchez; Oliveros F. Otero; Escuela Universitaria de Fomento.
Ediciones Rialp, S. A. - Madrid
Original
Primacía de la Formación Ética en la Familia: Virtudes y Valores - Escuela Universitaria de Fomento
    3.1  Influencias de la familia
    3.2  Influencia generalizada: el sentido de la vida y la actitud ante ella
    3.3  Influencias específicas
    3.4  Valores y virtudes
    3.5  Conjunto de virtudes y sistema de valores
    3.6  La cuestión práctica
    3.7  Los valores religiosos
    3.8  Bibliografía

3.1  Influencias de la familia

     Entrando en el estudio de los aspectos concretos de la vida y la educación en los que la familia influye, conviene distinguir, como se hace frecuentemente, entre la influencia generalizada y las influencias específicas.

     La influencia generalizada es aquel tipo de acción en el que intervienen todos los elementos y factores de la familia, el ambiente moral de la casa, el padre, la madre, los hermanos, otros parientes, las relaciones sociales ... Este influjo familiar alcanza a todos los miembros de la familia y especialmente a los hijos por su mayor plasticidad educativa, de tal suerte que van adquiriendo poco a poco, de un modo imperceptible, una forma de ser y de reaccionar, que viene a constituir eso que corrientemente se llama «aire de familia». Entrelazada con la influencia generalizada, la familia influye también en determinados aspectos concretos de la vida y la educación. Son las influencias específicas, tales como la adquisición del lenguaje, los hábitos de la vida diaria, los criterios morales, la formación religiosa.

3.2  Influencia generalizada: el sentido de la vida y la actitud ante ella

     La influencia generalizada tal vez se pudiera expresar en síntesis como el descubrimiento del sentido de la vida y la actitud, también generalizada, respecto de ella.

     Sobre esta idea, el profesor García Hoz (1978) realizó una experiencia a fin de poder llegar a confirmar o abandonar el supuesto de que la influencia generalizada de la familia se manifiesta en la actitud ante la vida, que se inicia ya en los primeros años de la existencia y se mantiene a lo largo de toda ella.

     El problema que se planteó en concreto es el de ver si hay evidencia empírica de una relación consistente entre la experiencia que uno tiene de su propia vida familiar en la infancia y la valoración que se hace de la vida general. La experiencia se realizó con 134 adultos. Las preguntas y las respuestas sugeridas fueron las siguientes:

  1. Mi vida familiar en la infancia ha sido:
  2. La vida en conjunto es:

     Se calculó la relación existente averiguando el índice de asociación correspondiente (en este caso el coeficiente de contingencia) que resultó claramente significativo: C = 0,526.

     De acuerdo con el coeficiente de contingencia obtenido y su significación, se puede dar una contestación afirmativa a la pregunta planteada, es decir, que por lo que se puede inferir del grupo estudiado hay una asociación positiva entre la experiencia de la propia vida familiar en la infancia y la valoración de la vida en general. El recuerdo de una infancia feliz se halla asociado al concepto positivo, optimista, de la vida en general.

     En los resultados de la exploración se pudo apreciar que la evidente asociación entre la experiencia de la vida familiar en la infancia y la valoración de la vida en general es un elemento condicionante que no quita la posibilidad, aunque sea remota, de que tras de una infancia desgraciada se puede llegar a la valoración de la vida en su sentido más positivo, y, recíprocamente, el recuerdo de una infancia feliz puede coexistir con la valoración pesimista de la vida. Estos hechos parecen indicar que la vivencia de la vida infantil de ningún modo ahoga la libertad del hombre.

     También ha puesto de relieve la experiencia que son mucho más frecuentes los casos en los que la infancia se aprecia como una vivencia más bien feliz y la vida como una realidad más bien satisfactoria, que los casos de experiencia desgraciada y actitud negativa.

     Dentro de la apreciación positiva general más frecuente se puede también advertir que no es la posición extrema la que alcanza mayor frecuencia, sino una posición intermedia, la identificación en uno y otro con el número 3, es decir, la de una experiencia bastante satisfactoria de la vida familiar y una actitud de la vida en general como bastante aceptable. Un optimismo moderado parece ser la actitud generalizada entre los que participaron en la investigación. Aunque un coeficiente de asociación, tal como el de contingencia, nada dice respecto de la posible causalidad en la relación de los factores asociados, dado que la experiencia de la vida familiar es anterior al concepto y valoración de la vida en general, ya que ésta es un conocimiento y actitud al que se llega después de unos años de experiencia se puede suponer que la vida familiar satisfactoria es causa o factor de que se haga una valoración positiva de la vida en general.

     En el supuesto anterior, y dado que una actitud positiva resulta siempre estimulante, fluye espontáneamente la consecuencia de que es muy importante en la vida familiar que los niños se sientan felices. Claro está, que la interpretación correcta de esta conclusión implica a su vez la interpretación correcta de lo que es una infancia feliz.

     Fácilmente se comprende que la actitud generalizada de que se acaba de hacer mención se halla estrechamente relacionada con lo que se llama «sentido de la vida», que da carácter humano a nuestros actos justificándolos ante nuestra conciencia y haciendo posible nuestra «alegría de vivir».

3.3  Influencias específicas

     Entre las influencias específicas se deben contar en primer lugar la adquisición de los primeros elementos cognitivos y su expresión en el lenguaje; el ámbito familiar es el lugar donde normalmente se adquiere el lenguaje, este instrumento universal de comunicación humana. Debe advertirse que no sólo se ha de considerar el lenguaje verbal en su sentido estricto, sino también el lenguaje no verbal, especialmente aquel que se llama lenguaje corporal, en el cual los gestos tienen un gran valor por sí mismos y como acompañantes y modificantes de la expresión verbal.

     Los hábitos de la vida diaria, tanto en la manipulación de objetos cuanto en el trabajo con las personas, son igualmente adquisiciones de la vida familiar. Dentro de las relaciones con las cosas podemos considerar el espíritu de trabajo y la satisfacción en la obra bien hecha, que tiene multitud de ocasiones de alcanzarse dentro de la vida en la familia. En el marco de la relación interpersonal, la amabilidad o aspereza en el trato, manifestaciones externas del respeto o su falta, la tolerancia ante las diferentes manifestaciones y actitudes que los otros pueden tomar, el aguante de las dificultades, son otras tantas adquisiciones específicas típicas de la vida familiar.

     En el marco de las influencias específicas, estrechamente relacionadas con las que se acaban de señalar, adquieren particular relieve el desarrollo de la afectividad, la afirmación personal y el fluir de la vida como totalidad; se trata de vivencias más propias de la comunidad familiar que de cualquier otra ocupación humana.

     Volviendo a hacer referencia a los trabajos del doctor García Hoz (1953), podemos justificar las anteriores afirmaciones fijándonos en el vocabulario típicamente familiar. En él encontramos que «alegría», «tristeza», «gusto», «disgusto», «agradecer», «querer» son palabras que en léxico familiar alcanzan frecuencias muy altas y muestran claramente que ese húmedo y sabroso mundo de los sentimientos tiene su marco adecuado en la familia, lo cual vale tanto como decir, traducido al idioma pedagógico, que es la familia el medio natural para cultivar este jugoso campo de la intimidad humana y, por lo mismo, es la comunidad familiar el más adecuado marco para el establecimiento de relaciones personales directas.

     Los pronombres personales, expresión directa de la persona, y los posesivos, afirmación igualmente de la persona humana como sujeto de derechos, también alcanzan frecuencia más elevada en el vocabulario familiar que en cualquier otro tipo de vocabulario. Si al lado de esto situamos el hecho de que también en el léxico de la familia son más frecuentes que en ningún otro las palabras que expresan actitudes claramente definidas, como «así», «sí», «no» inferiremos igualmente que es en la vida familiar donde la personalidad se afirma de un modo más patente. Propio del mundo de la cultura, de las comunidades docentes, será desarrollar la vida intelectual, que al ser humano le hace capaz de reconocer muchas relaciones y posibilidades; pero es en la vida familiar donde se hará hombre para elegir su camino. Si el contenido más propio de la institución escolar es la vida y la educación intelectual, el más propio contenido de la vida familiar es la educación moral. Precisamente porque el carácter moral es lo que, en definitiva, constituye la personalidad.

     Con la afirmación de la personalidad parece que choca otra característica de la vida familiar, puesta de manifiesto por su vocabulario propio; la que pudiera llamarse vivencia del fluir de la vida y que está expresada por la elevada frecuencia de palabras como «pasar», «seguir», «venir», «ir». Más que de una contradicción, pienso que se trata de una demostración a posteriori de la anterior característica, ya que quien ahonda en su propia personalidad se halla en mejor disposición para encontrarse con la radical insuficiencia del hombre individual, cuya vida se desliza y se escapa por la herida del tiempo que metafísicamente se vive desde la adolescencia (Spranger, 1946).

     La vivencia del fluir de la vida es, quizá, la mejor condición natural para que el hombre mire a lo sobrenatural, esto es, a lo permanente y eterno. De aquí el que, aun cuando la familia no sea capaz por sí misma de elevar a sus miembros al orden sobrenatural sea, sin embargo, la mejor plataforma de la naturaleza para que el hombre salte hasta Dios.

     Si nos hacemos cargo de que el carácter personal y ético confiere su principal y definitivo sentido a la educación y que la educación a su vez se halla al servicio de la vida, veremos con claridad que lo que importa verdaderamente, es decir, la finalidad fundamental de la educación, está en que el conocimiento no sea un simple saber cómo son las cosas sino que llegue a convertirse en un «saber vivir». Hablar de saber vivir es tanto como entrar en el mundo de los valores, es decir, percibir, con conocimiento y sensibilidad, «lo valioso», en otras palabras, «el bien» que hay en el mundo que nos rodea, en nosotros mismos y en la vida que vivimos.

3.4  Valores y virtudes

     A pesar de las transformaciones que la sociedad ha sufrido hasta llegar a la situación actual en la que parecen haber perdido su vigencia los principios en que se asentaba la vida social, y a pesar también de las modificaciones que han sufrido las condiciones familiares, aún se sigue diciendo que una de las tareas fundamentales de la institución familiar es la «transmisión de valores». ¿Qué sentido tiene esta idea?

     En la familia tradicional, digamos que hasta el siglo xx, la vida se desenvolvía en un cierto ambiente público, como una especie de polimorfo y colectivo deber, en el cual los niños y adolescentes se desarrollaban, miraban, veían hacer, imitaban. Esta situación justifica la idea de que la familia era entidad transmisora de valores, tanto materiales cuando espirituales, máxime si se tiene en cuenta que todos ellos iban reforzados por el ambiente de unanimidad religiosa que en cada familia se vivía.

     Los lazos afectivos se veían reforzados por los factores económicos, los sociales y los religiosos. Pero la humanidad sufrió un cambio profundo. La industrialización y el secularismo aflojaron la fuerza aglutinante de estos últimos factores. Por esta razón, la cohesión y la existencia misma de la institución familiar pasaron a depender en mayor medida de los lazos afectivos. El amor emerge como elemento constitutivo esencial de la familia. Se pueden tomar como un sueño teológico las palabras de Juan Pablo II en la Familiaris Consortio: «La esencia y el cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor»; pero desde una perspectiva histórica, poco teológica, Burgess, Locke y Thomas habían ya escrito que la familia, a través de un proceso de diferenciación funcional y estructural, ha llegado a ser una unidad especializada del amor (Burguess et al., 1971).

     Por supuesto, no todos los estudiosos de la familia hablan del amor. Mas hay una palabra que llena un amplio espacio de las reflexiones sobre la vida familiar: la solidaridad. Manson, Bengston y Landry, de la Universidad de Souther, California, en su síntesis de estudios experimentales utilizan el concepto de solidaridad en sus distintas manifestaciones como pivote fundamental para el estudio de la relación entre generaciones a través de la institución familiar (Manson et al, 1988). La familia continúa ejerciendo su función transmisora. Basta mirar al hecho de que los valores religiosos —tal vez los que se encuentran más asediados por la producción y consumo de los bienes materiales, típicos de la sociedad actual— se mantienen y transmiten principalmente a través de las relaciones entre padres e hijos: es fácil la comprobación de que la mayoría de judíos, cristianos y musulmanes han nacido en familias judías, cristianas o musulmanas, respectivamente.

     El gran proyecto de la Asociación Internacional para la Evaluación del Renacimiento Escolar, desarrollado a lo largo de los años sesenta, deja vislumbrar el hecho de que, mientras la escuela influye más en la adquisición de conocimientos objetivos y técnicos, los valores pueden ser olvidados, ya que exigen fina distinción, atención a los aspectos cualitativos del desarrollo humano y unas relaciones especialmente profundas y significativas. En estas palabras se dice implícitamente que la escuela transmite valores intelectuales y técnicos predominantemente, mientras la familia transmite valores personales y espirituales. Veinte años después, Coleman, de la Universidad de Chicago, viene a remachar las mismas ideas, sintetizándolas en las siguientes palabras: las instituciones escolares «están estructuradas y proveen un cierto tipo de elementos en el proceso de socialización. Estos elementos pueden ser caracterizados como "oportunidades", "posibilidades" y "premios". Pero otra clase de elementos viene sólo de un ambiente más cerca del niño, más íntimo, más persistente. Estos elementos se pueden describir como actitudes, esfuerzo y concepto de sí mismo; y el ambiente más adecuado (...) es el del hogar» (Coleman, 1987, p. 35).

     Ya se ha dicho que es en la familia donde tienen mayor relieve las palabras relativas al mundo afectivo (alegría, tristeza, gusto, disgusto, agradecimiento, amistad) y al campo de las decisiones (querer, así, sí, no) y a la fuerza de la personalidad expresada en el mayor uso de los pronombres personales.

     La intimidad y la singularidad personales, que en la familia tienen su campo de cultivo más adecuado, refuerzan la acción de la solidaridad y el amor que en la transmisión generacional de valores tiene dos grandes manifestaciones: solidaridad entre los miembros de una misma comunidad familiar y solidaridad entre las generaciones familiares que constituyen el linaje.

     Análogo al concepto actual de valor, existe una vieja palabra tradicional más utilizada en el lenguaje ordinario, «virtud». En la actual literatura ética referida a la educación se utiliza poco el viejo término virtud, es más corriente el uso de la palabra «valor» (Marín, 1976; Bartolomé, 1979).

     No voy a entrar aquí en el complicado problema que ha planteado la llamada «filosofía o teoría de los valores». Simplemente diré que, a mi modo de ver, valor, ser y bien se hallan estrechamente relacionados. Y cuando la teoría de los valores fundamenta un sistema de «preferencias estimativas», el concepto de valor y virtud se aproximan. El valor es una realidad que está en las cosas y en las acciones objetivadas, en virtud de la que objetos y actos son o pueden ser «valiosos». La virtud se halla en la persona en cuanto tiene capacidad para descubrir o, realizar los valores. El hombre «virtuoso» es el que tiene capacidad para estimar el valor existente en un objeto o en un acto, y el que es capaz también de dar un valor —dar en el sentido efectivo de poner, no simplemente de estimar— a sus actos y a los objetos que por su actividad son afectados. El valor tiene carácter objetivo, la virtud es personal y siempre tiene una repercusión en lo convivencial.

     Virtudes y valores se manifiestan polarmente. Así como a un valor se opone un contravalor —a la belleza se opone la fealdad, a la bondad la maldad, a la utilidad la inutilidad—, a la virtud se opone el vicio.

     La posibilidad de que un hombre realice o promocione valores en sus acciones está expresada en la vieja idea aristotélica de que «la virtud hace bueno a quien la posee y hace buenas sus obras» (II Ethic., c. 6, n. 2) (Bk. 1106 a 15).

3.5  Conjunto de virtudes y sistema de valores

     En términos operativos, es decir, a efectos prácticos, tanto da hablar de virtud como de valor, sobre todo si se tiene en cuenta que en última instancia los valores se reducen a bienes o perfecciones añadidas a la materialidad de las cosas. Sobre este supuesto, fluye ahora espontáneamente la pregunta práctica: ¿qué virtudes o valores se deben y se pueden promover en la familia?

     En los estudios actuales sobre la educación moral es muy frecuente leer alegatos sobre la necesidad que el mundo de hoy tiene de «recuperar el discurso moral» (Schwand, 1989). Mas parece que hay un extraño temor a plantearse el problema particular de los valores que se deben promover. Es un terreno polémico y resulta comprometido entrar en él. Por otra parte, los estudios de inspiración tradicional utilizan un esquema filosófico de las virtudes fundamentales (Pieper, 1976).

     Para resolver la cuestión es menester poseer una idea clara del conjunto ordenado de virtudes que especifican el buen vivir del hombre o, si se prefiere la terminología axiológica, aceptar o establecer un «sistema de valores». Tal conjunto de virtudes o sistema de valores expresan la unidad de la persona y la variedad de la vida humana. Señalan, a su vez, la finalidad de la educación moral y de ellos se derivan los objetivos particulares que a este tipo de actividades se pueden señalar. Mas la solución de la cuestión pedagógica, es decir, el camino para alcanzar tal finalidad no puede señalarse simplemente con reflexiones filosóficas; es menester acudir a la realidad para tomarla como punto de partida. Y la realidad es la disposición inicial de los muchachos para aceptar el camino hacia una u otra virtud o uno u otro valor. Bien entendido que se habla del conocimiento de las disposiciones de los muchachos como punto de partida de la educación. La finalidad viene señalada, como antes se dijo, por el sistema o conjunto de virtudes o valores que se estimen necesarios como constitutivos de la perfección del hombre.

     A esta idea responden las exploraciones sobre la reacción de niños y jóvenes frente a los hábitos del bien obrar (Fomento, BIOP, 1984). Una exploración realizada en los colegios de Fomento de Centros de Enseñanza sobre las cualidades humanas que los estudiantes de 12 a 15 años consideran fundamentales en la vida, pusieron de relieve la existencia de dos conglomerados, el primero constituido por sinceridad, generosidad, alegría y trabajo; y el segundo constituido por voluntad y responsabilidad. Quiere esto decir que los muchachos en esa edad de transición entre la infancia, época en la que reciben «dócilmente las enseñanzas que se le imparten», y la adolescencia valoran positivamente las cualidades que se acaban de mencionar. En ellas hay un buen punto de apoyo para la promoción de virtudes o valores, no sólo en los centros escolares, sino también en la familia.

     Examinando la relación de cualidades seleccionadas por los muchachos, no es difícil sacar la impresión de que se trata de un conjunto incompleto; faltan algunas, entre ellas virtudes tan importantes como el orden o la prudencia. Pero si nos hacemos cargo de las relaciones de unos hábitos —virtudes— con otros, no nos será difícil ver que a partir de las mencionadas se pueden llegar a todas las manifestaciones de la vida humana. Concretando, en el primer conglomerado figuran la sinceridad y la generosidad, dos virtudes que se hallan en la base de las relaciones humanas. La sinceridad ofrece el apoyo de la realidad; somos sinceros cuando sabemos interpretar y expresamos tanto nuestra realidad interior cuanto la realidad exterior tal como la percibimos. La generosidad se puede entender como la perfección de la justicia. Unidas sinceridad y generosidad parece que no habría que pedir otra cosa a los hombres para que su vida de relación fuera enteramente satisfactoria. El trabajo hace referencia inmediata a la relación del hombre con las cosas que tiene a su alrededor para modificarlas o utilizarlas mejor. En él va incluido todo el mundo de conocimientos técnicos que el hombre necesita. La alegría no es propiamente una virtud, es más bien un sentimiento que nace apoyado en la conciencia de que se ha alcanzado el bien. Viene a ser la confirmación de que hemos logrado o esperamos firmemente un bien que deseamos. En síntesis, generosidad y sinceridad como base de las relaciones entre los hombres; trabajo como fundamento de las relaciones con las cosas, es decir, del mundo que nos rodea; y alegría como confirmación de que estamos apoyados en el bien, constituyen virtudes o sentimientos que responden a las grandes tendencias del hombre, la tendencia a la verdad, la tendencia al bien, la tendencia a la alegría.

     El segundo conglomerado, voluntad y responsabilidad, sin referirse a un tipo de actos concretos, mencionan la necesaria energía y esfuerzo para que el hombre realice su vida y desarrolle su personalidad. La verdad es que si los padres procurasen y alcanzaran que sus hijos sean sinceros, generosos, trabajadores y alegres, no necesitarían más. En las virtudes señaladas se halla a su vez implicado cualquier sistema de valores.

     En líneas anteriores está dicho que la familia es el ámbito adecuado para percibir «el fluir de la vida», con lo cual se está abriendo una puerta a la trascendencia. Para traspasar esta puerta no es menester otra cosa sino preguntarnos hacia dónde fluye nuestra vida. Tal pregunta lleva dentro de sí el reclamo de la formación religiosa, con lo cual entramos en el punto más conflictivo de todo el problema de la formación ética, porque, de hecho, la formación religiosa condiciona y fundamenta la vida moral del hombre.

     En las anteriores afirmaciones de ningún modo va implícita la imposición de una formación religiosa. El ateo, el agnóstico o el hombre religioso tienen la obligación de respetar la libertad de aquellos a quienes deben enseñar o educar. Pero, al mismo tiempo, tienen la obligación de ponerle en condiciones de que se pregunte si la vida tiene o no sentido encerrada dentro de los límites puramente materiales. Cada padre ofrecerá después a su hijo la contestación que estime como la mejor, pero siempre como una ayuda para que sepa interpretar la realidad del mundo y basar en ella su criterio a fin de responder por su cuenta a la gran pregunta del sentido de la vida.

3.6  La cuestión práctica

     Y ahora viene la pregunta práctica: ¿Cómo la familia puede promover virtudes y transmitir valores?

     La contestación con palabras no es muy difícil. La familia misma no es una institución reglamentada, sino que en ella hay unas normas generales de vida y convivencia, pero queda un amplio margen para la espontaneidad de cada acto. No se educa en la familia con unos programas específicos, sino propiamente con la misma vida familiar. Y en la vida, familiar hay dos factores fundamentales: el ambiente en el cual se resume la influencia de toda la institución familiar sobre cada uno de sus miembros y la comunicación personal como medio de relación particular entre quienes constituyen la familia. Crear y reforzar el ambiente adecuado y conversar cotidianamente con sosiego y armonía son los grandes caminos para transmitir valores y promover virtudes que se van adquiriendo poco a poco, casi insensiblemente, a lo largo de toda la existencia humana.

     El ambiente adecuado en una familia se logra en la medida en que la institución familiar llega a ser una «comunidad de vida y de amor». Esta frase que a una mirada superficial puede parecer cursi, responde a una realidad: la participación real de cada uno en la vida de los otros y de la vida de los otros en la vida de cada uno. No parece aventurado pensar que, en última instancia, las grandes dificultades de la familia nacen de un abandono o de una falsificación del amor. La permanencia del amor, que es garantía de la permanencia de los valores familiares, no tiene otra garantía que la participación en un concepto claro del amor y la aceptación gozosa de sus exigencias.

     El amor se debe entender en primer lugar como lazo de unión entre el padre y la madre. Probablemente, la mayor y mejor influencia que un matrimonio puede ejercer sobre sus hijos es la de que vean en ellos constantemente una vida de compenetración y armonía. A través de la vida de sus padres los niños, y después los jóvenes, se van haciendo la primera idea de la humanidad en general, bien como una realidad ordenada, pacífica, constructiva, bien como una realidad distorsionada, agresiva, contradictoria, difícil de entender.

     Naturalmente, tras del amor matrimonial opera en la familia el mutuo amor de padres e hijos. En una investigación sobre «Los padres ante las necesidades psicológicas de sus hijos» (García Hoz, 1979), se puso de relieve que una condición para que los niños vivan felices es la de «sentirse queridos». Pero es interesante tener en cuenta que tras de esta necesidad de sentirse querido aparece un segundo término «sentirse respetado en sus iniciativas», lo cual indica con claridad que no quieren sentirse «sobreprotegidos». Desde los comienzos de su vida el ser humano es activo y a medida que va desarrollando sus facultades aspira a gobernar sus actos con libertad. Junto al amor, es necesario que los hijos tengan posibilidades de decidir lo que han de hacer, de obrar con iniciativa, es decir, de «trabajar» al modo humano.

     La atmósfera de amor y trabajo que se acaba de aludir se promueve y refuerza también con la atención a los pequeños actos cotidianos, tanto los referidos al trato con las cosas (utilizarlas adecuadamente, cuidar de ellas, obrar con un cierto orden) cuanto los actos referidos al trato personal (hablar con cortesía, ayudar en lo que se pueda, pedir y aceptar ayuda).

     El amor, el trabajo, la atención a las cosas y actos pequeños crean y refuerzan el clima moral adecuado para una vida familiar satisfactoria y eficaz. Pero, a su vez, estas condiciones y actividades se perfeccionan y refuerzan, como toda la acción del ambiente, a través de la comunicación, que tiene su expresión más clara en las conversaciones diarias entre padres e hijos.

     También alguna investigación ha puesto de relieve que los hijos desean la compañía de sus padres; y, preferentemente, la compañía de los dos a un tiempo. Tal vez en este punto convendría una particular alusión a los padres que, a pesar de las mutaciones de los tiempos y del aumento progresivo del número de madres que trabajan fuera de casa, siguen siendo todavía ellos los que menos están con los hijos. De todos modos, para unas y otros vale la siguiente idea: «En la relación de los padres con la casa se pueden distinguir tres diferentes manifestaciones: la de los que pasan por casa, la de los que están en casa, la de los que viven en casa. En el primer caso, el padre o la madre que pasan por la casa, tienen el mismo valor que un apeadero en la vía férrea, algo que apenas significa nada y a lo cual ni siquiera se mira. El estar en casa ya implica alguna mayor relación; pero conviene pensar que no es de hombres estar como están las cosas, es decir, de una manera inerte o lejana, sin comunicación con los demás. El vivir en casa es propiamente la verdadera situación humana de los padres, porque entonces la casa no es apeadero ni estación sino vivienda, es decir, lugar donde uno actúa, donde uno crece, donde uno prolonga sus posibilidades, donde uno ensancha los límites de su personalidad, que todo esto es vivir y todo esto se realiza en casa cuando en casa se vive» (García Hoz, 1976).

3.7  Los valores religiosos

     Por su implicación en la vida total del hombre, y en su sentido último, a pesar de ser un tema conflictivo, vale la pena insistir en los valores religiosos, ya que, aceptándolos, en ellos se encuentran las respuestas a las cuestiones más profundas de la existencia humana: la esencia del hombre, el origen, el destino, el sentido de la vida. Por otra parte, el mundo occidental se halla impregnado de valores cristianos, aunque en muchas ocasiones no haya conciencia de su raíz.

     Ya está dicho, y conviene insistir, que la vida religiosa se apoya en la libertad; la fe es cuestión que se acepta o no se acepta; no tiene sentido su imposición desde el exterior. Las siguientes reflexiones valen para quienes aceptan y quieren vivir de acuerdo con la fe cristiana, cuyo primer ámbito natural es precisamente la familia.

     La educación es un proceso único, porque única es cada persona y en cada acto, por nimio que parezca, se proyecta la personalidad entera del sujeto que obra. De aquí también el que la educación en la fe dentro de la familia se considere no como algo que se realiza en un momento y con unos medios determinados, sino como algo integrado en la ordinaria vida familiar.

     Un ejemplo de la interacción vida familiar-creencias religiosas se halla en un hecho semejante al apuntado cuando se mencionó la asociación entre la experiencia de una vida feliz y la actitud generalizada frente a la existencia humana. En más de un estudio se ha puesto de relieve que también la vivencia de una infancia feliz condiciona positivamente la solución satisfactoria de las posibles dudas religiosas que frecuentemente se dan en la adolescencia (Hernández Alonso, 1974, pp. 94 y ss.). Por otra parte, es de vital importancia en la educación religiosa familiar hacerse cargo de la diferente receptividad de los hijos cuando son niños y cuando dejan de serlo para entrar en la adolescencia y en la juventud.

     Como la fe viene de lo que se oye, si en la familia se ha de educar en la fe es menester que los padres enseñen. Esta enseñanza será recibida sin dificultad en la infancia, pero será sometida a crítica, como todos los contenidos de la vida, cuando se llega a la adolescencia.

     El proceso de la educación en la fe arranca de la aceptación sencilla, sin problemas, de las verdades de la fe, que se realiza, sin dificultad alguna en los primeros años de la infancia, en la que el conocimiento infantil de lo que es el padre, la madre, el cariño en la familia se puede extrapolar al campo religioso, con lo cual se va adquiriendo un conocimiento, intuitivo, de la paternidad y la filiación divinas, del amor como base de la vida cristiana. Tal conocimiento inicial se podrá ir ampliando y racionalizando hasta llegar a la aceptación gozosa y libre de la existencia de Dios y de su amor como razón de ser de la realidad y de la vida. Quiero llamar la atención sobre esta cualidad de aceptación libre, porque también para la formación religiosa vale la idea de que el amor y la comunicación de los padres no debe anular la personalidad de los hijos.

     No es ésta la ocasión de entrar en un examen detallado de las posibilidades y técnicas de la enseñanza religiosa en la vida familiar. Baste decir que se ha de entender principalmente como una consecuencia natural del trato con los hijos, con quienes los padres han de vivir la vida propia de los hijos de Dios. La plegaria en común, la oración personal, la práctica litúrgica y sacramental de padres e hijos unidos, son ocasiones entrañables de la vida familiar que a veces con explicaciones y otras sin ellas van empapando el mundo de los conocimientos y de los hábitos propios de los hijos. Si a esto se añade la conversación sistemática y explícita de los contenidos religiosos implicados en las fiestas familiares y religiosas, tendremos diseñada a grandes rasgos la acción familiar adecuada para la educación religiosa de la infancia. Con el fin de completar este esbozo habría de decirse que es responsabilidad de los padres buscar una entidad, la Parroquia, la Escuela, donde los hijos reciban una enseñanza sistemática que ofrezca el necesario apoyo racional a la vida religiosa. En el caso de que por cualquier circunstancia las entidades aludidas no pudieran cumplir esta misión, entonces estaríamos frente a la necesidad de que los propios padres se planteen una enseñanza sistemática dentro de la familia.

     Las cosas se complican cuando el hijo empieza a dejar de ser niño. Las mismas características psicológicas de la adolescencia con el despertar de la actitud y la capacidad crítica y la influencia social del ambiente y de las relaciones que establecen los propios adolescentes, impone el estudio de los factores ambientales como factores intervinientes en la formación o deformación religiosa de la juventud.

     Alguna investigación exploratoria ha puesto de relieve con alguna mayor precisión una idea bastante generalizada, la incidencia que cualquier enseñanza tiene en la vida de fe. Vaya por delante que una enseñanza verdaderamente formativa, es decir, que alcance los objetivos de desarrollo intelectual y personal, tiene ya una influencia real, aunque no aparezca en la superficie, en la formación religiosa de los estudiantes y, más concretamente, en el aprendizaje de la religión. Porque, efectivamente, si una enseñanza a través de los objetivos de desarrollo contribuye a que un estudiante se haga más observador, buen lector, hombre reflexivo, firme en sus ideas, comunicativo, claro en la expresión y con personalidad operativa, ciertamente está poniendo las mejores bases para un buen aprendizaje de la religión. Porque el mensaje cristiano no vino a anular o dejar inactiva la capacidad de conocer del hombre, sino que quiso apoyar en ella la enseñanza y el conocimiento de las realidades sobrenaturales. Baste leer un poco despacio los Evangelios y encontrarse en ellos constantes estímulos para que los hombres ejerciten su capacidad de ver, oír, leer, identificar, asociar, traer a la memoria, hablar, valorar y actuar a fin de penetrar en el sentido de la enseñanza revelada.

     Implícitamente se alude en los anteriores renglones a la necesidad de que la familia salga de sí misma para relacionarse con otras entidades educadoras. «La familia es la primera —escribe Juan Pablo II—, pero no la única y exclusiva comunidad educadora; la misma dimensión comunitaria, civil y eclesial del hombre exige y conduce a una acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración ordenada de las diversas fuerzas educativas ... En este sentido, la renovación de la escuela católica debe prestar una atención especial tanto a los padres de los alumnos cuanto a la formación de una perfecta comunidad educadora» (Juan Pablo II, 1981, 40).

     También es interesante hacerse cargo de cuáles son las ideas corrientes en la sociedad en que el muchacho vive a fin de que en la familia y en la escuela se traten adecuadamente y los jóvenes lleguen, mediante su reflexión y juicio crítico, a comprender el mundo en que viven y a ser capaces de distinguir los fundamentos reales para aceptar o rechazar una determinada idea, actitud o modo de obrar.

3.8  Bibliografía

Bibliografía

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