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La familia es uno de los pocos fenómenos universales de la sociedad humana. Esta peculiaridad le viene de las trascendentales funciones que realiza tanto para el individuo como para esa sociedad. Una de tales funciones es cabalmente la educación, entendida en casi todos sus posibles sentidos: inculturación, socializacíon, formación de sentimientos y actitudes, transmisión de valores, etcétera. En este aspecto la familia es fuente de educacion. Pero en otro aspecto es ella objeto de educación: en cuanto que la vida familiar tiene sus dificultades humanas y urge preparar a sus miembros para que, lejos de ser víctimas de ellas, sepan superarlas. En todo caso, la familia es lugar de educación, tanto por activa como por pasiva. Las consideraciones que siguen van a mostrarnos los principales aspectos de esta realidad.
Por más que la familia vaya perdiendo bastantes de sus tradicionales funciones, le quedan otras que nunca va a transferir, pues son tan privativas de ella como importantes para la persona humana. En este sentido se equivocaría quien profetizara la muerte de la familia en la sociedad del futuro. Hay y habrá cambios en la estructura familiar, pero parece que el grupo familiar es insustituible. Algunos lo expresan hablando de la familia como institución social «natural», que responde a elementales exigencias de la naturaleza humana.
De hecho, cabe enumerar una serie de funciones que, para los individuos, desempeña la familia y difícilmente lo haría otra instancia social: educación del corazón, relación afectiva, presentación de modelos básicos de identificación, aceptación personal (con el ofrecimiento de la consiguiente plataforma para la seguridad personal), etcétera. Pero de todas ellas destacamos particularmente dos. 1) Desde el punto de vista de la sociedad, la familia se presenta como institución mediadora entre individuo y colectividad, como un puente por el que el individuo pasa para incorporarse a la vida social; 2) desde el punto de vista del individuo, la familia colma sus necesidades afectivas, poniéndolo así en disposición de cumplir sin frustraciones todas sus tareas sociales impersonales. Vale la pena insistir en este último punto, porque es esencial. Sucede, en efecto, que la vida social con sus normas y exigencias —y máxime en las sociedades industrializadas, por las altas cotas de trabajo y de rendimiento que imponen— somete al individuo a una serie de tensiones y a una vida mecánica y masificada; esto le ocasionaría una profunda carencia si la familia no actuara como polo afectivo que colma en el individuo sus ansias de expansión afectiva, de relación personal y de intimidad. Con ello la familia actúa como institución estabilizadora del sistema social. Pero esta alta categoría la convierte también en reducto de problemas. Sus funciones, en efecto, por lo delicadas que son —e intransferibles a otra institución social— resultan, difíciles de cumplirse bien, con lo cual inexorablemente la familia acusa unos fallos que, en definitiva, hieren en lo más íntimo del ser humano. Es decir, que la triste paradoja social consiste en que lo mismo que hace a la familia socialmente tan fuerte la hace, también, humanamente tan vulnerable.
Una consideración antropológica de la familia nos ayudará a comprender y valorar mejor esas funciones privilegiadas que cumple respecto de las facetas más interesantes de la existencia humana. Como escribe Oliveros F. Otero, la persona «es un ser que tiene intimidad. Y el ser humano tiene el mínimo de intimidad suficiente para ser llamado persona. La familia es un centro de intimidad: un lugar adecuado para crecer en o para educar la propia intimidad; un espacio en el que varias intimidades crecen juntas» (Otero, 1985, p. 44). Si la familia es, por un lado, el origen de la colectividad humana, representa —por otro— el lugar de repliegue del individuo y de su cerrazón al mundo.
La familia, por otro lado, es también y ha de ser un centro de apertura del individuo a los demás, lo cual se realizará a través de dos actividades: en la esfera del pensamiento mediante el diálogo, y en el ámbito de la actividad con la prestación de servicios cotidianos a aquellos, con quienes se convive. Este último pensamiento es comentado por O. F. Otero con las siguientes palabras: «Podemos comparar la persona y la fuente, de modo que ser persona, ser fuente y ser generoso vienen a coincidir. Y así, se entenderá mejor que la persona es el ser capaz de mantenerse en la vida en la misma medida en que da. Es el único ser que puede darse sin perderse (...). La persona es un ser capaz de crear oportunidades» (Otero, 1985, páginas 44 y siguientes.).
La familia es un ámbito natural del amor, lo cual significa, entre otras cosas, que es el lugar donde la persona se encuentra acogida, aceptada y atendida. Esto es especialmente importante para aquellos momentos de la vida en que el individuo humano se halla en estado de indigencia y pendiente de ser atendido por los demás. Tal sucede en la primera fase de la vida humana y también en la última. Por eso resulta exacto el decir que la familia es un lugar natural para nacer, vivir y morir como persona. La muerte, con su ordinario antecedente de desvalimiento, enfermedad e incapacidades de todo tipo, forma parte de la existencia humana, y es en el seno de la familia, o en relación estrecha con la familia, como puede solventarse ese trance con dignidad.
Hemos aludido a las dificultades que acechan al medio familiar. Aparte de lo agradable que es la convivencia estrecha, la familia ha de soportar el problema cotidiano de la coexistencia de unos seres que, siendo diferentes, se hallan no obstante en dependencia unos de otros; esto supone, junto a frecuentes y profundas alegrías, ciertos roces, molestias y conflictos. Como dice E. Mounier, «desde el nacimiento a la muerte, unas mismas presencias repetidas cada día nos ofrecen las mismas invariables dificultades, las mismas reacciones, las mismas ocasiones de dicha, de irritación y de sufrimiento».
Hemos dicho que la familia no desaparecerá. La razón de ello nos la expone el pedagogo alemán contemporáneo Hans-H. Groothoff: «Al hombre moderno su familia le aparece, por distintos conceptos, como el único mundo humano y libre que todavía le queda. En su marco le es todavía posible configurar el mundo y la vida. Por eso experimenta una invencible tendencia hacia el hogar, aunque sea éste de nuevo tipo» (Groothoff, 1964, p. 99). Los hechos confirman este punto de vista. En España, por ejemplo (según una encuesta de S. del Campo, 1980), el número de las personas que han adoptado soluciones alternativas a la familia es sumamente exiguo, reduciéndose a un 3 por 100 de la población; y aún si, dentro de este sector, descartamos un 1 por 100 de célibes voluntarios y el 1,46 por 100 que viven de formas diversas, resulta que son solamente un 0,37 por 100 las personas que viven en pareja que no es matrimonio, y un 0,28 por 100 los que viven en comuna.
En Francia una encuesta realizada por L. Roussel en el Instituto Nacional de Estudios Demográficos (1982) nos muestra dónde viven los jóvenes en edades entre 18-25 años, resultando ser un 50 por 100 los que viven en casa de sus padres; los demás se han marchado o para casarse legalmente (31 por 100) o para vivir con una pareja (10 por 100) y sólo un 6 por 100 han abandonado el hogar porque no se entendían con sus padres.
Esta última encuesta nos muestra también cómo las relaciones sexuales prematrimoniales se han ido institucionalizando en el vecino país: teniendo lugar sólo en un 17 por 100 de los casos en la década de los sesenta, este porcentaje se elevó al 44 por 100 en 1976 y representa un 70 por 100 en la actualidad. Nos constan las motivaciones de esos cohabitantes, entre los cuales es muy poco representativo un rechazo expreso al matrimonio (14 por 100 de los casos); predomina el deseo de vivir «libremente» en pareja (33 por 100) o de hacer una especie de «matrimonio de prueba» (21 por 100), no faltando quienes ven en eso un modo de realizar su noviazgo (22 por 100). El único límite reconocido a esa cohabitación es el posible nacimiento de un hijo, que forzará a la pareja a convertirse en matrimonio.
La necesidad de la familia viene también corroborada por la actitud de la sociedad comunista; pues, si de acuerdo con sus ideas se comenzó en la Rusia soviética por prescindir de la institución familiar, muy pronto se hizo marcha atrás y se recomendó el mantenimiento de las estructuras familiares, insistiéndose en que la familia (más que el Estado) es la principal responsable de la educación de los hijos. Así se dice en todos los manuales sociológicos y pedagógicos. Entre estos últimos el más notable es el elaborado conjuntamente por las Academias de Ciencias Pedagógicas de Moscú y de Berlín, y en el cual podemos leer pasajes como los siguientes (1983): «La educación es una importante tarea social y sobre todo pedagógica de la familia. La sociedad socialista está profundamente interesada en el afianzamiento de la familia»; «4a educación de los niños, para que se conviertan en personas sanas y alegres de vivir, capaces y formados en todos los aspectos, y en conscientes ciudadanos del Estado, es un derecho y el principal deber de los padres» (p. 283). «La estabilidad de la familia es importante para la educación» (p. 284). «La estrecha vida en común y el íntimo carácter de las relaciones familiares ofrecen especiales posibilidades para los influjos mutuos, estímulos para examinar el propio comportamiento, para el consejo individual, para animar personalmente y para la alabanza motivadora, y para la corrección de los modos de hacer y de ser indeseables» (p. 284). «La función de la educación familiar está íntimamente ligada con toda la vida familiar y con la configuración de la vida hecha por la familia. Cuanto mejor consigue la familia conformar su vida con el estilo socialista, mejores oportunidades ofrece al niño de desarrollar una personalidad socialista, unas adecuadas convicciones, maneras de hacer, características personales y hábitos» (ibid.)1
Para no hablar en abstracto del fenómeno educativo en la familia, convendría conocer la manera concreta como ésta existe en nuestra sociedad actual.
Si atendemos a la opinión de Ch. Collange (1985, pp. 47 y ss.), en la segunda mitad del siglo xx la familia ha experimentado tres mutaciones que le han resultado beneficiosas. Una ha sido el control de la natalidad y la legalización del aborto, en tanto que han impedido el nacimiento de hijos no esperados que, evidentemente, comportaban un riesgo de ser hijos no amados; «teniendo sólo hijos deseados —dice la mencionada autora— hay una manifiesta sobreinversión afectiva». Otra ha sido la disminución de la población y la reducción del volumen de las familias: «la norma de uno o dos hijos por pareja desespera a los demógrafos, pero aumenta el valor de cada uno de los hijos. Todo lo que es escaso es estimado, y los hijos son cada día más escasos». Por último, la elevación general del nivel de vida nos permite criar a nuestros hijos sin necesidad de «sacrificarnos» por ellos, lo cual refuerza la felicidad familiar2.
Un Informe del Ministerio de Cultura nos muestra los cambios experimentados por la familia española al compás de la progresiva industrialización de nuestro país, proceso que va acomodando aquélla al modelo familiar de los países desarrollados. Se han producido cambios en el ciclo vital familiar, muy apreciables si comparamos la situación de nuestras familias a comienzos de siglo con la de la actualidad, tal como nos muestra el siguiente cuadro.
INDICADORES DEL CICLO VITAL EN LA FAMILIA ESPAÑOLA | ||
EN EL SIGLO XX | ||
1900 | 1970-75 | |
Diferencia de edad marido-mujer al casarse | 1,90 | 1,90 |
Edad media de la mujer al casarse | 24,60 | 23,70 |
Esperanza de vida de la mujer al nacer | 35,70 | 75,10 |
Esperanza de vida del hombre al nacer | 33,80 | 69,60 |
Duración del ciclo vital familiar | 27,80 | 45,10 |
Número medio de hijos | 4,71 | 2,50 |
Número de miembros de la familia | 3,87 | 3,84 |
Etapa precedente al nacimiento del primer hijo | 1,90 | 1,40 |
Duración de la viudez de la mujer | 9,40 | 9,00 |
Duración de la viudez del hombre | 1,60 | 2,20 |
Probabilidad de morir primero el hombre (mujer=1) | 1,60 | 2,70 |
FUENTE: La familia española en cambio, op. cit., p.10. |
Llama la atención el hecho de que el tamaño de la familia en nuestros días es igual que en 1900, siendo así que entonces la natalidad era doble; pero es que también era doble la mortalidad, sobre todo infantil. La mujer española de inicios de siglo invertía 12 años y medio para tener de cuatro a cinco hijos; la mujer actual invierte sólo 7 años y medio para tener de dos a tres hijos, con lo cual la familia y el matrimonio quedan menos vinculados a la sola función de la procreación y la mujer está más libre para quehaceres sociales.
La etapa de «nido sin usar» (o período inicial del matrimonio todavía sin hijos) se ha acortado en España, pero la tenemos aún un poco más larga que en otros países. La etapa llamada de «nido vacío» (o período desde que se ha marchado de casa el último hijo hasta que muere el primer cónyuge) alcanza hoy día 11,7 años, siendo así que no existía en 1900. La llamada Tercera Edad, pues, como grupo social es un fenómeno reciente.
Otros cambios que afectan a la familia son la aparición de una pauta de creciente permisividad y tolerancia respecto de situaciones (como la cohabitación) y una progresiva disminución de la natalidad. Los efectos del planning familiar se han hecho notar por la reducción de matrimonios sin hijos, un aumento de los matrimonios con sólo uno o dos hijos y una drástica disminución de las familias numerosas. También en las relaciones internas de la familia se aprecian cambios, tendentes a una igualación y equiparación entre los esposos, tanto en cuestión de roles como de status. La familia española, pues, ha aumentado su grado de «simetría», sobre todo en los matrimonios más jóvenes y de núcleos urbanos; el machismo se encuentra en franca regresión.
En la sociedad industrial la familia se ha hecho más conflictiva, tanto en las relaciones entre padres e hijos como entre los cónyuges. Como causas podríamos indicar el proceso de secularización (desmitificación de los mayores en la familia y de su autoridad), el alargamiento de la vida, la nuclearización de la familia y el sentar el matrimonio sobre la base de la afectividad. Pero es preciso aclarar que no es que hoy día haya más conflictos familiares, sino que lo que hay es sólo una mayor posibilidad de expresrarlos; la expresión del conflicto familiar se halla institucionalizada, lo cual en alguna medida representa ya una terapia. De hecho, el 89 por 100 de los españoles casados dicen sentirse muy o bastante satisfechos, afectivamente, de su matrimonio.
La familia educa a los hijos no sólo directamente por sus intervenciones educativas intencionadas, sino también —y sin duda con mayor eficacia aún— indirectamente por el ambiente en que les hace crecer. El ambiente familiar, en efecto, supone un conjunto de condiciones que inciden fuertemente en el desarrollo de la personalidad y en la formación de actitudes y valores, y con resultados diferentes según los estilos de ambiente familiar.
De hecho son muchas las modalidades de ambiente hogareño, y podríamos dividirlas en positivas y negativas pedagógicamente hablando. En este sentido no son lo mismo familias unidas o desunidas (no sea más que en cuestión de normas educativas, de exigencias de comportamiento o de planificación de objetivos), familias equilibradas o desequilibradas (en las reacciones psicológicas de sus miembros, en su grado de madurez emocional, en el control o descontrol de sus impulsos temperamentales, en sus hábitos aceptables o recusables), familias con buena voluntad o sin ella (según impere la abnegación y la dedicación personal o, por el contrario, el egoísmo y la despreocupación), familias ordenadas o desordenadas (actuando con método, previsión y eficacia o, por el contrario, con improvisaciones fruto de impulsos arbitrarios), familias satisfactorias o frustrantes (para los hijos; sin que confundan —además— la satisfacción/frustración de necesidades profundas con la de necesidades superficiales o caprichosas), familias con recursos o sin recursos, familias cultas o incultas (lo cual condiciona la posibilidad de comunicación con los hijos, a medida que van creciendo y se van instruyendo), familias autoritarias, liberales o libertarias (con mayor o menor nivel de exigencia), familias con diálogo o sin diálogo (visto el distinto grado de expresividad de sus miembros y, sobre todo, el mayor o menor interés y cuidado puestos en cultivar la conversación y la convivencia) y, en fin, familias con mentalidad abierta o cerrada (con la consiguiente capacidad de comprensión o, por el contrario, con una intransigencia que engendra la cerrazón y el distanciamiento de los hijos).
El trabajo y rendimiento escolar se ve muy condicionado por el origen familiar de los alumnos, es decir, por la atmósfera cultural que han respirado en sus respectivos hogares. La escuela es poderosa en cuestión de educación, pero se halla sometida a fuertes límites, no siendo los menores la mala disposición que, por influencia familiar, pueden tener los alumnos respecto del aprendizaje, y esto tanto en cuestión de capacidades como de actitudes.
El tema es harto conocido, y por eso no vamos a desarrollarlo aquí, contentándonos con apuntar unas ideas que pueden referirse a tres aspectos:
Para el niño hay diversos lugares de educación, pero podríamos decir que, de un modo general (y en palabras de O. F. Otero), el lugar primero «lo constituye la familia, en cuanto en ella nace el hombre. Es primer ámbito por razón de nacimiento, de amor, de estabilidad; en síntesis, por adecuación a la dignidad personal del que se educa (...). La calidad del ámbito familiar como protoámbito le viene facilitada por sus posibilidades naturales» (Otero, 1985, pp. 38 y ss.).
En los dos últimos parágrafos nos hemos estado ocupando de lo que, de un modo genérico, podríamos llamar la educación en la familia. Ahora vamos a hablar de algo distinto: la educación de la familia, es decir, de los diversos miembros de la familia. Se trata de su educación para que lleguen a su plenitud humana en tanto que personas pertenecientes a la comunidad familiar, y para que lleven a ésta también a un alto grado de desarrollo.
Al oír la expresión «educación familiar» muchos entienden la educación de los hijos. Pero la educación familiar, aun siendo sobre todo esto, es más que esto: es la educación de todos y cada uno de los miembros de la familia. No sólo los padres que educan, aunque a ellos corresponde el crear las condiciones para que el hogar sea campo de educación; son los primeros responsables de la educación familiar, y «segundos responsables, los hijos. De la familia y, por consiguiente, de la educación familiar. Los hijos necesitan aprenderlo. No nacen responsables» (Otero, 1985, pp. 39 y 65).
Entre todos los componentes de la familia se ejerce una acción educadora recíproca. «De este modo, surge en la vida familiar algo así como la mutua ayuda educativa. ¿En qué consiste? No sólo en ayudar, sino también en buscar y aceptar ayudas. Así, se evita la posibilidad de dos tipos de personas en una familia: los que sólo ayudan y los que sólo son ayudados. Esto debe ser aprendido por todos. En primer lugar, por los padres, porque muchos sólo saben dar y no enseñan a dar. Y, sin embargo, la educación requiere, centralmente, aprender a dar y a recibir» (Otero, 1985, p. 51).
Esta capacidad doble y simultánea de dar y de recibir constituye la regla de oro de la buena realización personal humana, tanto a nivel individual (madurez de la personalidad) como social (relaciones humanas satisfactorias). Como en todas las polaridades, ahí está lo difícil; pero, como en todas ellas, la educación que consigue situar a la persona en un buen término medio es la educación adecuada, acertada. Entendemos el grupo doméstico como un centro de intimidad y, a la vez, de apertura; ha de tener una dimensión centrífuga y una dimensión centrípeta, entre las que debe establecerse el equilibrio.
Tan importante es la educación familiar, que para ocuparse de la misma existe nada menos que una rama de la Pedagogía, una Pedagogía especial: la llamada Pedagogía Familiar. Sin duda que una de sus partes esenciales es lo que llamamos «la orientación familiar», que puede ser definida como «un servicio de ayuda para la mejora personal de quienes integran una familia, y para la mejora de la sociedad en y desde las familias. No es más que una ayuda relacionada con la dimensión educativa de la familia: «se entiende la orientación como proceso de ayuda a personas, para que se conozcan a sí mismas y a su entorno a fin de crecer en libertad y en capacidad de querer; de desarrollar su personalidad; de resolver sus problemas; de asumir sus responsabilidades; de alcanzar —en definitiva— un alto nivel de madurez personal». «La orientación familiar es un proceso de ayuda a personas, en cuanto miembros de una familia, para que mejoren precisamente como personas (...). Es un arte que se pone a disposición de las personas que tienen alguna responsabilidad familiar, con finalidades de mejora personal, familiar y social» (Otero, 1985, pp. 17 y siguientes, y 28).
Vista con esta amplitud, la educación familiar posee un carácter totalizador y vitalicio. Es lo que nos explica Ana Ma Navarro con estas palabras: «Así como el período de escolaridad tiene unos plazos, aquí podemos hablar con toda propiedad de educación permanente. Tiene también el carácter de rotatoria. Aunque los padres nunca dejarán de serlo, no es extraño descubrir que pueden llegar a ser orientados y aconsejados por sus propios hijos, incluso en edades anteriores a la vejez de los padres» (Navarro, 1982, p. 89).
El tema de las relaciones humanas sigue despertando un notable interés, que no acaba de ser satisfecho por la Psicología contemporánea. Uno de sus últimos intentos explicativos, la llamada Psicología Transaccional, no ha aclarado gran cosa. Sigue ahí el reto, pues, sobre todo en lo que atañe a las relaciones familiares, ya que está claro que a través de éstas, y superando el mero nivel de una «co-existencia» familiar, hay que llegar a una auténtica «convivencia».
Antes de proseguir consideremos unos momentos este texto del ya mencionado H. H. Groothoff: «La relación padres-hijos es irreversible, y en esto se distingue de las relaciones humanas sociales en general. Los padres han de existir para sus hijos, pero no éstos para aquéllos (...). Esta irreversible relación entre padres e hijos es la fuente de la hominización. Se experimenta el amor y se aprende el amor, se es objeto de responsabilidad y así se la aprende» (1964, p. 101).
Del mismo modo que se aprende el amor, se puede y debe aprender a convivir bien. Pues ello no es fácil, y puede hablarse de una técnica que ayude. Las relaciones humanas, cuanto más íntimas son, resultan también más difíciles. Y ahí están, como muestra, las relaciones familiares, que deben ser promocionadas, cuidadas y atendidas.
Un medio elemental consiste en fomentar el diálogo. Hay familias donde no se habla, y miembros que por sistema no se comunican con los demás. Y no siempre va a ser por falta de interés hacia ellos ni por actitud egoísta (la cual también es posible y, naturalmente, se convierte entonces en el primer objetivo de corrección). Simplemente, hay individuos con poca capacidad de expresión, la cual característica, por más que sea natural en ellos, es de tipo más bien negativo y ha de ser superada por una acción educadora.
Queremos referirnos aquí a las dificultades de relación que se suscitan por motivos caracteriales, es decir, por la constelación de temperamentos de las personas que componen la familia. Cada cual tiene su carácter personal; pero del mismo modo que hay temperamentos compatibles entre sí, y que facilitan enormemente la relación humana, los hay también que son incompatibles y que, por tanto, la dificultan mucho, y a veces acaban por deteriorarla del todo. El estudio de la Caracterología puede en eso ayudar notablemente, facilitando tanto el autoconocimiento (y la posibilidad de controlar y superar las propias tendencias temperamentales) como el conocimiento de los demás (lo cual nos llevará a una comprensión de su comportamiento, evitando malas interpretaciones del mismo). Este tema es importante, pero nos excusamos de tocarlo aquí por haberlo tratado ya en otros lugares (Quintana, 1971; 1971a).