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No fue hasta los años setenta cuando, en líneas generales, se pudo apreciar un interés destacado en las desventuras de los niños objeto de malos tratos. Algunas de las razones fueron la violencia propia de la década anterior, que «despertó» la conciencia social acerca de sus efectos en niños y mujeres (Gelles y Straus, 1979), así como el trabajo pionero del pediatra C. Henry Kempe, quien llevó a cabo un simposio interdisciplinar en 1960 organizado por la Academia Americana de Pediatría, cuyas conclusiones ayudaron mucho a reestructurar las actitudes de los poderes públicos hacia el tratamiento de los niños. Poco después los trabajadores sociales se sumaron al esfuerzo de pedir medidas para hacer frente a este problema (por ejemplo, Elmer, 1960). En 1962, Kempe y sus colaboradores acuñaron el término «Síndrome del niño maltratado» (battered child syndrome).
Hay un problema conceptual básico, que descansa en la misma definición del maltrato infantil, habiéndose dado definiciones variadas en función de la orientación profesional del proponente de la misma: médica, psicosocial o legal. De este modo, si bien Kempe proponía que el maltrato infantil es «el uso de la fuerza física en forma intencional, no accidental, dirigida a herir, lesionar o destruir al niño, ejercida por parte de un padre o de otra persona responsable del cuidado del niño» (Kempe et al., 1972:4), usualmente también incluye conductas que van más allá del empleo de la fuerza física en forma de actividad sexual, presión psicológica y abandono en el cuidado general del niño (Genes y Straus, 1979).
Una de las dificultades en el concepto de niño maltratado radica, precisamente, en la ambigüedad que media entre el castigo y el abuso (Bybee), ya que si atendemos a las normas sociales para calificar un hecho como maltrato o no, tendremos que considerar al mismo tiempo que estos criterios varían en el tiempo, entre culturas, e incluso entre estratos culturales y sociales (Korbin, 1980; Gelles y Straus, 1979). Esta incertidumbre hace muy arriesgado el comparar datos extraídos de estudios que no respondan escrupulosamente a unas mismas directrices de análisis. Como consecuencia de esto cabe decir que disponemos de poca información válida en torno a la incidencia y distribución del maltrato infantil (Gelles y Straus, 1979), sobre todo si tomamos en cuenta que las fuentes de información de la que se extraen los datos son muy variadas: registros de hospitales, encuestas, informes de los Tribunales ... (Bybee, 1979).
No obstante lo anterior, contamos con algunas estimaciones que merecen ser conocidas. En Estados Unidos, donde aproximadamente un 10 por 100 de la población infantil en edad escolar sufre de algún tipo de trastorno de conducta (unos 7,5 millones de niños) (UNICEF, 1981), se calcula que de 1,4 a 1,9 millones de niños están en riesgo de recibir alguna forma de maltrato físico (Gelles y Straus, 1979). Por lo que respecta a España, cabe decir (con las precauciones que se deben tomar al comentar los registros tomados en nuestro país) que existen alrededor de 100.000 niños semiabandonados (Amurrio, 1984) de los que el Tribunal de Menores se ocupa en escasa medida: según las estadísticas de este Tribunal, el número de niños sometidos a tutela era de 7.413 en 1982 (Sánchez, 1983) y de 7.380 en 1983 (García Martín, 1986). Según Caritas Española, unos 40.000 casos anuales presentan indicios de haber sufrido maltrato físico (García Martín, 1986). El 90 por 100 de los hechos de maltrato se atribuyen a los padres (Sánchez, 1983).
El maltrato suele afectar a los niños de corta edad. Una revisión del censo de los EE.UU. del año 1984 indica que la edad promedio del maltrato ha declinado en los últimos años desde 7,8 a 7,1 años (Trad, 1987). Hampton y Newberger (1985) informan que el 55 por 100 de su muestra tenía menos de cinco años. Por otra parte, los casos más severos de maltrato parecen concentrarse también entre los niños más jóvenes (American Human Association, 1985; Gelles y Straus, 1979). Aproximadamente dos terceras partes de los actos más violentos (puntapiés, palizas, puñetazos, etc.) ocurren en el grupo de cero a cinco años (Trad, 1987). Gelles y Straus (1979), tomando como indicador el child abuse index (una medida que combina los ítems que implican una alta probabilidad de herir o dañar al niño), hallaron que los grupos de edad de 3-4 años y de 15-17 eran los más victimizados en cuanto a la gravedad de los malos tratos, estableciendo la hipótesis de que los padres entienden que la razón «no sirve» en estas edades. Otros autores, finalmente, sugieren que la mayoría de las víctimas de malos tratos tienen menos de tres años y muchos menos de un año (Strauss y Manciaux, 1977; citado en Flórez Lozano, 1986).
Por lo que respecta a la clase social de los afectados, y aunque como dicen Flórez Lozano (1986) y Korbin (1980) el maltrato y el abandono infantil suceden en todos los segmentos de la población, los datos de que disponemos indican con fuerza que es en las clases sociales inferiores donde se da una mayor prevalencia de este fenómeno. Así, en el estudio de la victimización en la familia conducido por Gelles y Straus (1979) en los EE.UU., apareció una relación inversa entre ingresos paternos y violencia hacia los niños: la clase social baja registraba un 22 por 100 de casos de malos tratos, por un 11 por 100 de la clase social alta. Ahora bien, estas diferencias son menores que las encontradas tradicionalmente en los registros oficiales (policía, Tribunales, agencias públicas). Por ello parece prudente concluir que hay una relación inversa entre clase social y maltrato infantil (véase también, entre otros, Lutzker, et al., 1982), si bien ésta aparece magnificada en muchos estudios porque es en las clases socialmente deprimidas donde existe mayor probabilidad de que los servicios públicos etiqueten ciertos casos como de «maltrato infantil» (Korbin, 1980; Light, 1973).
El volumen de investigación reunido en los últimos veinte años ha sido impresionante; sin embargo, quizá debido a la urgencia de este problema, mucha de esta investigación es metodológicamente inadecuada (véase, entre otros, Gardner y Gray, 1982; Bybee, 1979; Gelles y Straus, 1979; Gelles, 1987; Plotkin et al., 1981).
Entre las lagunas metodológicas más sobresalientes figuran: falta de grupos de control adecuados; falta de especificidad de las hipótesis planteadas; muestras poco representativas; definiciones imprecisas de los problemas; predominio de los análisis retrospectivos en detrimento de los prospectivos y diseños y análisis estadísticos poco sofisticados.
Aunque se ha puesto mucha atención en los correlatos del maltrato infantil (véase más adelante), nos queda mucho por averiguar en términos de su etiología. No obstante, estamos ahora comenzando a desarrollar metodologías que subsanen estas deficiencias. Por ejemplo, Altemeier, et al. (1979) han desarrollado un cuestionario muy prometedor para predecir el maltrato infantil en niños de un año de edad. El 75 por 100 de los casos de maltrato y el 50 por 100 de abandono acontecieron en las familias identificadas mediante el cuestionario como de «alto riesgo».
El maltrato puede afectar virtualmente cada faceta de la vida física y psicológica del niño, desde el crecimiento físico, pasando por el desarrollo cognitivo y motor, la emergencia del temperamento hasta la aparición de los vínculos afectivos y su regulación, el desarrollo de la autoestima y la capacidad de hacer frente al entorno (Trad, 1987; Lane y Davis, 1987; Bybee, 1979). Cuando el maltrato precisa hospitalización o separación de los padres, las perspectivas de deterioro psicológico pueden aumentar todavía más, especialmente entre los niños muy pequeños, cuya vulnerabilidad a la «depresión hospitalaria» es muy alta (Trad, 1987).
Los niños maltratados suelen presentar déficits cognitivos. Hofman-Plotkin y Twentyman (1984) hallaron que los niños maltratados de su muestra se desempeñaban peor que los niños del grupo control en medidas de inteligencia general y habilidad lingüística. El estudio de Elmer et al. (1975) también reveló lagunas en el lenguaje persistentes en el tiempo. Barahal et al. (1981) exploraron la cognición social de niños maltratados que tenían de seis a ocho años de edad, encontrando que tendían a atribuir las causas de los fenómenos a razones externas (locus de control externo); también mostraron una menor toma de perspectiva (concepto que suele designar la capacidad de «ponerse en el lugar del otro» o role-taking) comparados con los niños del grupo control. En relación con esto Sroufe y Egeland (1981) han señalado que su muestra de niños maltratados exhibía más pobres habilidades de solución de problemas.
Otros trabajos se han centrado en las secuelas de orden emocional. En especial, un hallazgo bastante consistente es el de una escasa vinculación afectiva entre el niño maltratado y los padres, frecuentemente con la madre (Egeland y Sroufe, 1981; George y Main, 1979; Kinard, 1980; Delozier, 1982; Lamb et al., 1985, entre otros). Numerosos estudios demuestran que el maltrato lesiona la expresión afectiva en el niño y aparece, en última instancia, en el estilo de interacción establecido entre el padre/cuidador y el niño, pudiéndose destacar algunos de los patrones más significativos: aislamiento social, intercambio infrecuente de interacción (Bousha y Twentyman, 1984), falta de implicación y conductas de evitación (Crittenden y Vonvillian, 1984), escasez de reacciones de agrado e impredictibilidad afectiva (Gaensbauer y Sands, 1979). Por otra parte, los niños maltratados suelen expresar tristeza, malestar y depresión (Gaensbauer y Sands, 1979), así como lloro crónico e irritabilidad (Ganesbauer, 1982). Todos estos signos de ensimismamiento tienen también un impacto profundo en el desarrollo del autoconcepto del niño. Algunos autores han sugerido la existencia de una correlación entre la conducta de vinculación y la habilidad para representar el yo (Main et al., 1985; Lewis et al., 1985). El apego permite al niño emplear a la madre como una base segura para la exploración, lo que le permite forjarse un autoconcepto basado en numerosas fuentes de información del ambiente, y desarrollar una autoestima positiva y de competencia o dominio (Trad, 1987).
Otros autores aseguran que el maltrato puede contribuir al suicidio entre los niños (Monane et al., 1984; Kosky, 1983), quizá a través de un mecanismo depresivo producto de la alta hostilidad y situación de aislamiento que suelen caracterizar estas familias (Crittenden, 1985). En el polo opuesto aparece la conducta agresiva y antisocial, efecto en los niños maltratados que ha sido repetidamente constatado por la investigación empírica (Bybee, 1979; Hoffman-Plotkin y Twentyman, 1984; Patterson et al., 1984, entre muchos). Para Patterson et al. (1984), la conducta antisocial es el problema básico que afecta a estos niños, junto con el déficit en las habilidades de relación interpersonal. Esta relación entre maltrato-violencia/conducta antisocial está plenamente justificada, ya que no podemos ignorar la importancia de un efecto de modelo, aprendizaje y transferencia al que tiene acceso el niño educado en un hogar violento (Gelles y Straus, 1979; Gil, 1970).
Tal aprendizaje de conductas violentas y antisociales puede contemplarse desde una doble vertiente. En primer lugar podemos preguntarnos: ¿Los niños maltratados serán de adultos «padres maltratadores»? Aunque la evidencia no es del todo concluyente, los datos disponibles permiten contestar afirmativamente a esta pregunta (Trad, 1987; Genovard et al., 1982; Star, 1981; Kempe y Kempe, 1978). En este sentido, Trad (1987: 244-245) afirma que «el impacto irónico y comúnmente observado del maltrato es crear una generación de maltratadores provinientes "de las filas de los maltratados"». Sin embargo, parece sensato afirmar que tal relación no es determinista, sino probabilista. Gelles y Straus (1979) pusieron esto de relieve cuando encontraron en su estudio que el porcentaje de padres maltratados que a su vez habían sufrido maltrato infantil no llegaba al 20 por 100.
Con respecto a la segunda pregunta que cabría formularse (¿los niños maltratados tendrán una mayor probabilidad de cometer actos delictivos cuando crezcan?), las conclusiones son menos definidas. Así, mientras para Wolfe (1987), citando los trabajos, entre otros, de Emery (1982), Bentley (1981) y Alfaro (1981), existe «... una evidencia confirmatoria acerca de la relación entre el maltrato y la delincuencia» (p. 162), para Lane y Davis (1987: 124-25) «no se ha establecido un vínculo directo entre el maltrato infantil y la conducta delictiva posterior». No obstante, nuestra opinión va en la línea indicada por Gelles y Straus (1979) a propósito de la relación probabilista entre el maltrato sufrido en la infancia y el posterior maltrato de los padres a sus hijos. No podemos olvidar, como sugieren Bentley (1981) y Alfaro (1981) que tanto el maltrato como la delincuencia comparten una gran cantidad de factores etiológicos, así como que la delincuencia juvenil se alimenta en buena medida de los estilos altamente punitivos característicos de los hogares donde se maltrata a los niños.
Otro posible efecto del maltrato es la alteración mental o psicopatología. Aunque existen indudables lagunas en la información sobre estos tópicos, parece claro que los antecedentes del maltrato suponen una característica usual en aquellas personas que reciben tratamiento psiquiátrico (Monane et al., 1984; Tarter et al., 1984).
Para concluir este apartado citamos aquí la revisión efectuada por Trad (1987) mostrando el patrón progresivo de sintomatología que desarrollan los niños maltratados:
Edad | Efectos |
0-1 | Susceptibilidad a la enfermedad y al accidente. |
1-5 | Combinación de respuestas de retirada y agresión: conducta impredecible, depresión, falta de exploración del ambiente, falta de interacción social, vinculación insegura. |
más de 5 | Delincuencia, dificultades escolares, aislamiento, inmadurez, agresión, fracaso en formar relaciones estables. |
En las descripciones sobre el tipo de familias en las que ocurre el maltrato infantil se destacan comúnmente los hogares de un solo padre, aquellos en que las relaciones entre los cónyuges son inestables (Helfer, 1973; Lutzker et al., 1982), con un número de hijos elevado (Gil, 1970; Young, 1964; sin embargo, no está claro que la violencia hacia los niños incremente a medida que aumenta el número de hijos. Véase Gelles y Strauss, 1979) y en una situación de «aislamiento social», es decir, con pocas vinculaciones sociales en la comunidad (Helfer y Kempe, 1972; Gelles y Straus, 1979, Gelles, 1987).
Por otra parte, en la revisión efectuada por Azar y Twentyman (1986) se señala que los padres que maltratan a sus hijos presentan déficits en las siguientes áreas:
Como puede apreciarse, los padres que maltratan y los hijos maltratados comparten muchas características. Precisamente la idea de que tanto unos como otros participan en una misma espiral de violencia ha asentado las bases de la más reciente metodología de los programas educativos en esas familias.
Las distintas estrategias que se han postulado para intervenir en los casos de maltrato infantil han tenido modelos conceptuales diferentes, si bien hoy en día podemos apreciar en los programas más ambiciosos una aceptación de ciertas presunciones pertenecientes a otros modelos de actuación.
Ya descartadas las primeras explicaciones psicoanalíticas, el modelo psiquiátrico se centra en la patología de los padres para explicar el maltrato, en especial en los desórdenes de personalidad y mentales (Bybee, 1979). Sin embargo, las dificultades que han surgido a la hora de demostrar que la psicopatología sea la principal responsable del maltrato (Parke y Collmer, 1975) han reorientado la perspectiva psiquiátrica hacia los terrenos de la psicología diferencial, investigando las experiencias tempranas de los padres, sus habilidades de crianza y cognitivas, y sus mecanismos de afrontamiento ante las dificultades de la vida, como determinantes de su conducta violenta hacia los niños (Trad, 1987).
En el otro polo del espectro explicativo se ubica el modelo sociológico, que cuenta entre sus filas con ilustres investigadores del maltrato infantil (Gil, 1970; Gelles, 1973; Garbarino, 1976). En síntesis, la raíz del maltrato está en la «sociedad enferma» (Korbin, 1980), es decir, en las condiciones sociales como pobreza, desempleo, viviendas inadecuadas, pocas oportunidades educativas, etc. Todos estos factores suponen poderosas fuentes de estrés para los padres, que en muchos casos les liberan de la capacidad de control y les inducen a maltratar a sus hijos. Gil (1970) ha mantenido que las normas culturales entre las clases sociales bajas también promueven el maltrato, ya que muestran una mayor aceptación de la fuerza física como instrumento educativo.
Aun cuando ambos modelos tienen aspectos indiscutiblemente ciertos, tal y como ha quedado patente en las páginas anteriores de este capítulo, parece claro que por sí mismos no bastan para explicar adecuadamente el maltrato infantil. En concreto, hay una laguna evidente al no considerarse la relación que se establece entre el padre y el hijo. Wolfe (1985, 1987) como uno de los autores más cualificados del modelo transaccional o del aprendizaje social, ha explicitado que un análisis riguroso del maltrato exige tener en cuenta el papel del niño en su propio maltrato: la conducta y temperamento de los niños, al influenciar las necesidades, deficiencias y vulnerabilidades de los padres, producen perturbaciones en el ambiente familiar que pueden, en último extremo, llevar al maltrato (una ilustración de este punto es la alta frecuencia con que los niños separados de sus padres a causa de su maltrato resultan nuevamente maltratados en sus hogares adoptivos; Bible y French, 1979). De este modo, el modelo transaccional incorpora tanto el perfil psicológico del padre que maltrata como el perfil del niño maltratado, enfatizando la naturaleza bidireccional de la interacción padres-hijos en la situación de maltrato.
Además de esta asunción, el modelo transaccional entiende que: a) los padres que maltratan presentan un rango de déficits en habilidades sociales, de crianza y cognitivas que pueden derivar en patrones educativos punitivos, junto a la ausencia de habilidades de afrontamiento ante situaciones de estrés y, en muchos casos, un ambiente físico adverso; b) tanto la investigación como la intervención han de centrarse en las interacciones familiares si queremos comprender y erradicar el maltrato infantil (Gardner y Gray, 1982; Kelly, 1953; Wolfe, 1985, 1987).
Un gran cuerpo de evidencia apoya la noción de bidireccionalidad en la conformación de la relación padre-hijo, ya sea ésta patológica o normal (Robison y Solomon, 1979; Main, 1974; Stern, 1974; Patterson, Dishion y Bank, 1984). Una explicación ulterior de este modelo se centra en el mecanismo de modelado, a partir del cual los niños moldean su conducta siguiendo los patrones observados de sus padres. La interacción padre-hijo propone un refuerzo negativo continuo (al reforzarse el castigo físico del padre por la finalización de la conducta perturbadora del niño) de las habilidades de crianza y de afrontamiento inadecuadas de los padres, expresadas mediante el maltrato. Esto produce en el niño, a su vez, nuevas y más persistentes conductas agresivas e inadaptadas. De ahí que estos teóricos justifiquen la gran comunalidad de variables que comparten los padres y los niños maltratados (Monane et al, 1984).
Por consiguiente, podemos sugerir que para el modelo transaccional o del aprendizaje social, el maltrato infantil es el resultado de un comportamiento descompensado particular entre un niño (en términos de sus necesidades) y la conducta de sus padres, quienes también tienen necesidades y expectativas con respecto a sus hijos, producto de los déficits en su competencia y habilidades para ejercer como padres. La naturaleza específica de la conducta del niño variará ampliamente de una familia a otra e, igualmente, las habilidades de competencia paterna diferirán según las familias. Sin embargo, el factor común es que las necesidades del niño no son satisfechas por los padres, y que éstos son incapaces de manejar a sus hijos sin recurrir al abuso físico o al abandono» (Gardner y Gray, 1982: 31/32).
Algunos autores (por ejemplo Bybee, 1979; Trad, 1987) entienden que el modelo transaccional no toma con suficiente consideración el papel jugado por los factores de riesgo ambientales o ecosistema. Por ello proponen el modelo ecológico como aportando un paso conceptual superior. La ecología se define como el estudio de las interrelaciones entre individuos o grupos y su ambiente, conectando en interacciones de la vida diaria con los valores culturales dominantes. La interpretación ecológica del maltrato infantil argumenta que como resultado de su propio desarrollo, los padres que maltratan «entran- en su familia (microsistema) predispuestos a maltratar. El estrés derivado de su familia o de factores ambientales externos (el exosistema) puede activar el maltrato si resulta apoyado por los valores culturales y las costumbres de crianza (Belsky, 1980).
Por nuestra parte, no vemos gran diferencia entre uno y otro modelo, salvo una cuestión de énfasis, ya que en realidad el modelo transaccional suele ser el modelo de cambio empleado en los distintos ecosistemas de las familias maltratadoras. A continuación presentamos los programas más sobresalientes pertenecientes al modelo transaccional/ecológico, que a la postre y según nuestra opinión, es el único que en la actualidad está en condiciones de diseñar una estrategia de servicios amplia y con resultados prometedores a este problema.
A partir de la investigación derivada tanto de la perspectiva psiquiátrica, sociológica como del aprendizaje social, Lutzer y sus colaboradores (Lutzer, 1984; Lutzer et al., 1982, 1984) han propuesto un programa ecológico - conductual para el tratamiento y la prevención del maltrato infantil, el cual comprende un amplio abanico de servicios: «Por ecológico-conductual queremos decir que consideramos el maltrato infantil como un problema multifacético que requiere servicios de tratamiento también multifacéticos» (Lutzer et al., 1984:64).
El proyecto 12 vías se encarga de todas las familias designadas por el Departamento de Servicios Sociales para la infancia y familia de Illinois. Tiene su ubicación en el Instituto de Rehabilitación de la Facultad de Recursos Humanos (Universidad del Sur de Illinois). Los clientes son atendidos en diez condados rurales del sur de Illinois. Durante los años 1980-1983, fueron tratados en el programa un total de 628 familias.
La estructura administrativa del programa consta de las siguientes personas, enunciadas en orden jerárquico: coordinador del proyecto, dos consejeros-jefe en rehabilitación, los consejeros y los asistentes graduados. La mayoría de los servicios a los clientes son proporcionados por los consejeros; los asistentes realizan tareas de registro y apoyo educativo. Por otra parte, los servicios se prestan in situ, es decir, en los hogares de los clientes, escuelas, hogares de grupo y residencias de día (esto se denomina «el manejo de conducta en múltiples ambientes»). Una presentación de los servicios proporcionados por el programa «12 vías», aunque sea de modo sucinto, nos permitirá comprender mejor la naturaleza de su realización:
Kelly (1983) ha estructurado un programa para intervenir educativamente en los casos de maltrato infantil basado en tres componentes: habilidades en el manejo de los hijos, habilidades en el control de la irritación (ira) y disminución (o modificación) de los factores de riesgo en la vida de los sujetos que puedan alterar sensiblemente el funcionamiento familiar.
El primer paso consiste en realizar una evaluación comprehensiva del funcionamiento familiar. Para ello, emplea una diversidad de técnicas: a) entrevistas a los padres; b) informaciones derivadas de los trabajos sociales; c) inventarios y cuestionarios complementarios de las entrevistas; d) autorregistro de los padres de eventos críticos ocurridos en el hogar, y e) observación directa en el hogar.
Cuando la evaluación familiar indica que los padres utilizan una disciplina extremadamente punitiva con sus hijos, se requiere un entrenamiento en habilidades de crianza, adecuadas. Esto exige enseñar métodos de obediencia alternativas a la violencia y, simultáneamente, métodos de reforzamiento positivo. Los pasos empleados en la enseñanza de estas habilidades son los siguientes:
La investigación nos enseña que la activación fisiológica y las ideas de cólera acompañan a muchos episodios de maltrato infantil.
- Enseñanza e intervención para reducir los factores de riesgo asociados al estilo de vida de los padres que maltratan.
Este componente del modelo de Kelly se dirige a minimizar aquellas dificultades o estresores que también influyen en el funcionamiento familiar, contribuyendo más o menos directamente a propiciar el abuso. A continuación aparecen estos factores y algunas de las estrategias de intervención.
Si bien los programas expuestos tienen unas claras posibilidades de cara a la prevención, su diseño original se concibió con el propósito de intervenir en las familias donde hubieran casos ya consumados de maltrato infantil. Por el contrario, el programa de Wolfe (1987; Wolfe et al., 1986) se dirige a «investigar los beneficios preventivos de procedimientos de intervención temprana que enfatizan los aspectos cualitativos y prácticos de la relación padre - hijo, así como el incremento del funcionamiento adaptativo del niño» (1987:184).
En efecto, el programa se dirige a padres jóvenes con menos de cinco años de experiencia con los hijos, que han sido derivados por la agencia estatal debido a indicios de un cuidado del niño inadecuado. Generalmente se trata de familias compuestas únicamente por la madre soltera (sobre los 20 años, educación primaria) que con ayuda del Estado mantiene a su hijo. Estos niños suelen mostrar decrementos en su proceso de desarrollo en áreas tales como el lenguaje expresivo y receptivo, la interacción social y habilidades motoras gruesas y finas. Los padres son evaluados en términos de sus habilidades para el manejo de los niños mediante interacciones estructuradas madre (padre)-hijo, completándose también medidas de actitudes, ajuste personal, expectativas y problemas en la crianza de los niños. Por su parte, el niño es evaluado en su desarrollo físico, cognitivo y conductual por personal médico y psicológico.
La estructuración de los servicios ofertados por el programa aparece en la figura 1. Los padres reciben un entrenamiento que consta de saber emplear el refuerzo positivo, la retirada de atención (ignorar), dar órdenes y el castigo apropiado, todo ello de acuerdo con las necesidades de la familia y el grado de desarrollo del niño. Además, los educadores enseñan a los padres a realizar actividades diarias con sus hijos con el propósito de fortalecer las áreas donde presentan deficiencias y fomentar su funcionamiento adaptativo. Esas actividades incluyen modelado y ensayo de habilidades de lenguaje (por ejemplo, contacto ocular, responder a frases o sonidos sencillos, etc.) y habilidades de interacción social (por ejemplo, seguir directrices, expresión de afectos y de necesidades, juego compartido con la madre).
PROCEDIMIENTOS DE INTERVENCIÓN TEMPRANA | ||
Entrenamiento conductual | Estimulación del desarrollo a cargo de los padres | AMBIENTE |
Apoyo social. | ||
Contacto físico positivo | Lenguaje | Consejo familiar |
Experiencias positivas del niño | Interacción social | Atención en crisis |
Control no aversivo | Conductas adaptativas | |
Entrenamiento en control de la ira | Entrenamiento en conductas prosociales a cargo de los padres. | Reuniones de grupo |
Desensibilízación | ||
Manejo del estrés y de la ansiedad | Implicacion en guarderías y actividades comunitarias. |
Como puede apreciarse, hay un marcado interés en emplear a los padres como agentes de cambio positivo de sus hijos, en detrimento de la ayuda directa al niño a cargo de profesionales: «El propósito del entrenamiento es establecer habilidades beneficiosas y experiencias positivas para el padre y el hijo, de ahí que el programa educativo continúe hasta que el padre haya comenzado a emplear las habilidades de modo consistente y apropiado. Una vez que se ha conseguido esto, el contacto con el educador se reduce desde dos veces a la semana hasta una vez cada dos semanas, siguiendo luego sesiones de seguimiento bimensuales para tareas evaluadoras» (Wolfe, 1987: 184-185).
En los últimos diez años han abundado los esfuerzos de intervención en familias maltratadas que, en mayor o menor medida, comparten las ideas esenciales expuestas en los programas ya comentados. Por ejemplo, y por lo que respecta a la intervención con los padres, Helfer (1980) sugiere un programa de «reaprendizaje de habilidades» para adultos que tienen pocos recursos personales para educar a sus hijos. Esencialmente consiste en un procedimiento de desensibilización sistemática para reaprender conductas que han sido asociadas con experiencias afectivas negativas (tales como tocar, expresión de sentimientos, etc.). Conger et al. (1981) diseñaron un programa para modificar la depresión maternal y la conducta de cinco madres maltratadoras a través de la enseñanza de habilidades de crianza, instrucción sobre el desarrollo del niño, técnicas de control del estrés y terapia de parejas. Sandler et al. (1978) enseñaron a emplear el refuerzo positivo a dos familias maltratadoras. Los padres aprendieron a etiquetar en mayor medida de forma positiva las conductas del niño, y realizaron ciertas tareas que se les asignó, tales como leer el libro de Beck (1971) «Los padres son profesores», anotar registros, etc. Se empleó como método de enseñanza el roleplaying, y los padres obtenían refuerzos materiales por la realización de las tareas asignadas.
La intervención con niños ha sido mucho más escasa, hasta el punto de que la mayoría de los programas han sugerido cambios en el ambiente del niño (por ejemplo, en los responsables de su cuidado, en la nutrición, condiciones de vida) sin garantizar sus posibles efectos a corto y largo plazo. Las técnicas de tratamiento mencionadas en la literatura incluyen psicoterapia, experiencia preescolar, guarderías para casos de crisis y terapia familiar (Martín, 1976). Sin embargo, y habida cuenta que el modelo cognitivo-conductual de intervención ha cosechado éxitos importantes en algunas de las áreas que cualifican a los niños maltratados (conducta de huida y agresiva, déficits en el desarrollo del lenguaje, en la interacción social y en la capacidad de solución de problemas), es de esperar que en los próximos años se potencie y expanda la aplicación de sus métodos a estos casos de maltrato (Azar y Twentyman, 1986).
Una primera precaución es avalada por muchos teóricos de la intervención familiar e infantil: cambiar la conducta del niño sin hacer lo propio con el funcionamiento familiar puede ser no sólo inútil, sino perjudicial para el niño. También hemos de atender a que los padres no hagan un mal uso de los procedimientos que le son enseñados. Si tienen marcadas distorsiones cognitivas con respecto a sus hijos, pueden proporcionar registros e informes inadecuados con respecto a éstos.
Finalmente, hemos de considerar, que ya que el niño maltratado ha vivido en un ambiente primitivo y caótico, deberían emplearse ciertos elementos comunes de intervención, sin importar la naturaleza de la disposición legal tomada. Tales elementos son: estimulación del desarrollo, oportunidades para socializarse junto a compañeros y figuras de adultos positivas, y un hogar seguro y cálido (Azar y Twentyman, 1986).
Aunque muchos educadores trabajando en el campo del menor maltratado han indicado porcentajes de éxito elevado (véase, por ejemplo, Kempe y Kempe 1978; Linch y Ounstead, 1976; Pollock y Steele, 1972), los resultados de una evaluación nacional llevada a cabo en EE.UU. acerca de este tipo de programas han sido más bien decepcionantes (Cohn, 1977). Cohn indicó que un 30 por 100 de la población tratada volvió a cometer actos de maltrato de naturaleza grave durante su participación en cualquiera de los programas evaluados. Sólo un 42 por 100 de estos adultos fueron considerados como disponiendo de un menor potencial para maltratar a sus hijos (el trabajo de Cohn versa sobre 11 programas, que incluyen 1.724 adultos). Otro hallazgo pesimista es el de Herrenkohl y Herrenkohl (1978), quienes encontraron que de 328 familias tratadas entre 1967 y 1976, un 50 por 100 de los padres repitió un abuso sexual y un 44,5 por 100 volvió a descuidar gravemente el cuidado del niño.
Si consideramos que el riesgo de reincidencia de maltrato cuando el niño es devuelto a su familia sin haber llevado a cabo tratamiento alguno es del 50 por 100 al 60 por 100 (Strauss y Manciaux, 1977), se comprenderá lo descorazonador de los trabajos comentados. Sin embargo, hemos de considerar que tales trabajos evaluativos (los de Cohn y los de Herrenkohl) tienen una antigüedad de unos 10 años, y en la actualidad hay otros datos más esperanzadores.
Es el caso de los programas presentados anteriormente. Así, en el proyecto 12 vías los resultados evaluativos indican generalmente que se consigue una disminución estadística significativa con respecto a la reincidencia del maltrato en comparación con las familias no tratadas por el programa (Lutzker et al., 1984). En este mismo sentido, el modelo preventivo de Wolfe también manifiesta una acción efectiva en las familias participantes en el programa. El programa de Kelly, por su parte, ha de contemplarse como una secuencialización adecuada de algunas de las estrategias de intervención más prometedoras con que contamos en la actualidad.
¿Resulta difícil prevenir el maltrato infantil? Muy difícil. Tanto como prevenir la conducta violenta en la familia. Se trata, en buena medida, de un problema de normas y valores culturales (Gil, 1970; Gelles, 1987). Gelles (1987) ha enfatizado la necesidad de educar a la sociedad acerca de las consecuencias negativas de una disciplina violenta, además de pedir una mayor diligencia en las leyes para castigar a los maltratadores de los niños. Este autor asegura en su teoría o modelo del intercambio de la violencia familiar que la estructura familiar (donde reina la desigualdad entre sus miembros, la privacidad es un valor seguro y no hay pérdida de estatus en amplios grupos sociales como consecuencia del empleo del castigo físico) facilita considerablemente la continuidad en el maltrato infantil.
Algunos autores han propuesto campañas públicas para educar sobre el desarrollo del niño y las formas de maltrato, así como para informar a las familias con problemas sobre los modos en que pueden obtener distintas ayudas (Bybee, 1979). Otros autores pretenden identificar poblaciones de niños en riesgo de abuso físico o abandono. Así, Helfer (1976) ha propuesto un programa nacional para todos los menores de seis años, en un intento de identificar varios problemas, incluyendo el maltrato infantil. No obstante, hasta la fecha la dificultad de disminuir los falsos positivos y negativos no se ha podido resolver convenientemente. Exactamente lo mismo ocurre si intentamos identificar a los padres de «alto riesgo» de maltrato a sus hijos (Barton y Schmitt, 1980).
Es indudable que los programas cognitivocomportamentales que hemos expuesto tienen un gran potencial en la tarea de prevención del maltrato infantil. Sin embargo, en la medida en que las condiciones de vida de las familias sean muy precarias, quizá lo decisivo para el éxito de tales programas resida todavía en las prestaciones sociales que simultáneamente debían de proveerse (Wolfe y Manion, 1984).
Finalmente, debemos recordar que estamos lejos en la actualidad de poder ajustar convenientemente los modelos de tratamiento a las necesidades específicas de cada familia. Esto es así por cuanto que si bien hemos sido capaces de detectar variables comunes a muchas familias maltratadoras, ello no significa que respondan de igual manera a los distintos esfuerzos de intervención.