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Capítulo 1
Participación y responsabilidad de la familia en la educación - Rogelio Medina Rubio



Tratado
de Educación Personalizada

Dirigido por Víctor García Hoz
7
La Educación Personalizada
en la Familia

Rogelio Medina Rubio; José María Quintana Cabanas; Esteban Sánchez Manzano; Elena Sánchez García; Pedro Chico González; Andrés del Moral Vico; Isabel Ridao García; María Jesús Comellas; Vicente Garrido Genovés; Amando Vega Fuente; Antonio Sánchez Sánchez; Oliveros F. Otero; Escuela Universitaria de Fomento.
Ediciones Rialp, S. A. - Madrid
Original
Participación y responsabilidad de la familia en la educación - Rogelio Medina Rubio
    1.1  La familia, dimensión constitutiva radical de la vida humana personal
    1.2  Ámbito educativo propio de la vida familiar
    1.3  La vida familiar y el nacimiento de las actitudes radicales ante la vida
    1.4  La vida familiar y la formación de la conciencia moral
    1.5  La vida familiar y el desarrollo de la autonomía personal
    1.6  La educación familiar y la forja de la libertad
    1.7  La comunicación y la participación activa, dimensiones esenciales de la convivencia familiar
    1.8  Los factores educativos esenciales de la convivencia familiar
    1.9  La participación educativa de la familia en nuestro código educativo constitucional
        1.9.1  El marco constitucional del derecho a la participación
        1.9.2  Principios orientadores de la participación familiar. La persona, depositaría radical de todos los derechos y libertades educativas
        1.9.3  Participación en libertad e igualdad
        1.9.4  Participación y pluralismo educativo
        1.9.5  El derecho de participación de los padres y el ideario educativo de las instituciones escolares
    1.10  La participación activa de la familia en el derecho educativo internacional
    1.11  Valoración pedagógica de la participación de los padres
        1.11.1  La participación no se identifica con la representación orgánica
        1.11.2  Posibilidades educadoras de la participación de los padres
        1.11.3  Insuficiencias en la participación educativa actual de los padres
    1.12  Hacia una participación más activa de los padres en la educación
    1.13  Bibliografía

1.1  La familia, dimensión constitutiva radical de la vida humana personal

     Uno de los caracteres constitutivos de la persona humana más conocidos en la tradición filosófica es el de su racionabilidad. Si por el acto de ser la persona subsiste como unidad y totalidad ontológica, por ese mismo acto de ser la persona es capaz de relacionarse o abrirse al universo del ser. La persona es, por su misma naturaleza, principio agente, actor y creador de sus propios actos; mas no de un modo absoluto, sino relativo, abierto, comunicativo. Con razón la filosofía clásica se refería a ésta como «la sustancialidad de un ser individual abierto por su naturaleza racional a la amplitud infinita» (Boecio).

     Pero la persona, como es sabido, no sólo es capaz de establecer relación con las cosas, con el mundo natural, transformándolo en los tres pilares fundamentales de la cultura (la ciencia, la técnica o el arte), sino que va a depender en su ser de la relación que establezca «con el otro» o «con los otros». El «ser con» no es una disposición que la persona adquiera en el transcurso de su desarrollo existencial, sino que es un rasgo absolutamente connatural y necesario que posibilita, desde la misma esencia de la persona, el que ésta llegue a ser lo que es. «Examinar, dice Coreth, a partir de la esencia del espíritu humano las estructuras de autorrealización; examinar desde ella la necesidad de ser-con en la relación de la comunicación total humana en el diálogo ..., es examinar el hecho y la razón de que nosotros sólo podemos volver plenamente sobre nosotros mismos y realizarnos plenamente de una manera personal en la automediación, debida no solamente a lo otro (el ente objetivo de nuestro entorno material), sino también, y sobre todo, en la automediación debida al otro, al ente personal de nuestro mismo valor que existe en nuestro entorno» (Coreth, 1964, p. 363).

     Es decir, que la persona no es una entidad subsistente completa en sí misma, originaria e incomunicable, estática y ya constituida, sino una entidad relacional y constituyente, que va siendo a medida que se realiza «con los otros» y especialmente con los que comparte su mundo proximal.

     La familia, en sus diversas manifestaciones en cuanto forma o agrupación de convivencia social, natural o cultural, con las notas diferenciales que la distinguen (respecto de otras unidades de convivencia social) de inmediatez, cotidianeidad, totalidad e intensidad en el vínculo de convivencia entre sus miembros («Convivencia omnem diem», que decía Santo Tomás), es la primera comunidad social en la formación y construcción del ser personal. Mientras la comunicación de los individuos en otras comunidades sociales puede tener un carácter objetivo, informativo, epidérmico del yo personal, escasamente accesible al reducto de la subjetividad, el nivel de comunicación en la relación familiar, en virtud de aquellas notas que distinguen a su forma de convivencia, es vital, existencial, experiencial, pleno, abierto a la vida en sus distintas manifestaciones, capaz de establecer y fomentar una profunda e integral relación personal.

     En latín hay dos palabras, referidas al «otro» (alius y alter) que expresan bien esa diversidad de situaciones en la relación personal con «el otro» o «con los otros» y que, de una manera traslaticia, pueden servirnos de aclaración en este caso. El «otro», en cuanto individuo o ser indeterminado, miembro de una existencia colectivizada, un estadístico social, impersonal, abstracto (alius); y, el «otro» en cuanto ser personal, determinado y concreto, con unas características singulares, en una situación de vida peculiar (alter). La relación de alienidad es aquella en la que existe un otro individual, como elemento de relación objetiva, pero sin que ese «otro» tenga mayor relevancia y sea en sí el centro de referencia de la relación personal; en la conducta de alteridad, el «otro» no es sólo elemento individual de la relación, sino fin y sujeto agente de una comunicación intersubjetiva, en la que se tiene en cuenta su singularidad, su situación real, su calidad personal en la relación comunicativa con los demás.

     La comunidad familiar, por las notas de convivencia que específicamente une a sus miembros, es el ámbito natural al que se abre de forma espontánea el ser humano y en el que tempranamente puede realizarse, como en ningún otro ámbito de la vida social, ese encuentro singular o de relación de alteridad de gran trascendencia para la génesis biográfica personal.

     La familiares, en efecto, el ámbito natural en el que la persona viene a este mundo, se abre a los demás, y en el que de forma inmediata y fundamental se forma. En ella surgen, de modo espontáneo o intencionado, los primeros y más profundos influjos educativos de la vida humana personal. Y ello, desde la misma convivencia indiferenciada, casi instintiva, impregnada de afectividad, de las primeras edades, hasta la convivencia socializada, ya configurada, y responsablemente asumida de la niñez y juventud. «De los tipos de educación que vienen determinados por las diferencias de estímulos educativos, la educación familiar es el que primero se ha de considerar, por dos razones: en primer término por una razón cronológica, ya que de la familia recibe el hombre su ser y los primeros estímulos para su educación. En segundo término, porque los influjos familiares son los más extensos y los más hondos en la existencia humana, de tal suerte que su deficiencia cualitativa o cuantitativa produce perturbaciones o estados carenciales de orden psíquico que difícilmente se pueden remediar» (García Hoz, 1981, pp. 436-437).

     Algunos pretenden ver en el proceso histórico que va de la tradicional familia patriarcal, externa, a la familia «nuclear», reducida, así como en la aparición de otras alternativas de la familia «consensual», el inevitable proceso de contracción y disolución de la institución familiar, al menos en lo que concierne al concepto de la familia tradicional como unidad de convivencia fundada en el parentesco biológico o cultural; «incluso se ha pensado que la familia sería algo peor que un elemento meramente ocioso; se ha llegado a pensar que la familia es una remora para el progreso de la sociedad, una estructura reaccionaria que deposita en la personalidad infantil los gérmenes de una tradición inmovilista y, en consecuencia, se opone al desarrollo del género humano» (Pinillos, 1982, p. 120).

     Lejos de ese ataque indemostrado, fruto de ideologías estatalistas y materialistas de la vida y del hombre, que tratan de reemplazar a la familia con otras estructuras de convivencia históricamente fracasadas, la unidad familiar, sin fijaciones en modelos anacrónicos con el desarrollo socio-cultural, constituye un elemento estabilizador para el desarrollo y progreso humano. Pues, a través de la asimilación personalizada de las actitudes, pautas de conducta, sistema de creencias y valores de la comunidad familiar, ésta va a desempeñar un papel primordial en el proceso de identificación y diferenciación del yo individual y de su integración en la vida social.

1.2  Ámbito educativo propio de la vida familiar

     Referirse al ámbito educativo que es propio de la comunidad familiar es una tarea enormemente amplia y compleja. Casi inabarcable. En primer término, porque la familia es hoy una realidad polimorfa, susceptible de manifestaciones o formas distintas, aunque con una estabilidad profunda a lo largo de la historia, en cuanto a las funciones o señales propias que la identifican, cualquiera que sean sus formas, cambios en los medios o en las estrategias de actuación. Pero, en segundo lugar, porque los influjos que se ofrecen en el seno de la vida familiar se caracterizan por una extraordinaria riqueza y diversidad. Pues esos influjos no son sólo los que se ejercen, de un modo continuado y permanente, desde las relaciones conyugales o paterno-filiales, en la doble dirección de los padres hacia los hijos y a la inversa, de los hijos hacia los padres (aunque éstos sean el factor educativo principal en la vida familiar), sino también los que provienen desde las relaciones horizontales o de igualdad, relaciones entre hermanos (fratría), e incluso desde aquellas personas vinculadas, de algún modo, por razones de parentesco, socio-culturales o laborales, al ámbito de la convivencia intrafamiliar. Cada uno de esos componentes familiares, con sus peculiares influencias, espontáneas, difusas o sistemáticas, en permanente interacción, constituyen esa realidad difusa y compleja que es el ámbito educativo familiar. Cada una de las relaciones con esos componentes familiares satisface necesidades distintas en la vida personal. Así, del mismo modo que la comunidad de hermanos, la fratría, es el primer eslabón natural que el hombre tiene para dar satisfacción a la necesidad social de relación entre iguales (las vivencias del sentido de cooperación, de ayuda social, de justicia, de abnegación, de competitividad, de contraste de opiniones, etcétera, son, ante todo, resultado de los influjos fraternos de carácter social), la relación personal, directa, con los padres, proporciona «una imagen de seguridad y es el principal punto de apoyo para que los miembros de la familia se puedan sentir seguros» (García Hoz, 1981, p. 440). Las mismas normas fundamentales de conducta social, pautas de convivencia, costumbres, actitudes personales ante la vida social, el sistema de efectivas estimaciones, valoraciones y preferencias ante las situaciones vitales ..., son, en buena medida, vivencias que se adquieren en la interacción de los diversos componentes de la vida familiar.

     No obstante, si desde un punto de vista cualitativo, nos preguntásemos por el ámbito educativo que es más propio de la convivencia familiar, respecto de otros tipos de convivencia social, tal vez nos encontremos que, aunque en aquélla se reciban también los primeros y decisivos estímulos para el desarrollo sensorial, lingüístico, intelectual y físico del ser humano es, sobre todo en el espacio vital de esa convivencia próxima, intensa, personal, radical y originaria de la familia, «donde la afectividad, la afirmación personal y la fluencia de la vida como totalidad se viven con más intensidad» ...; de ahí que, «puedan considerarse como específicas de la educación familiar: el cultivo de la personalidad, la formación predominantemente moral y religiosa, y la adaptación y orientación de la personalidad» (García Hoz, 1981, p. 4); es decir, la función humanizadora de sus miembros a través del cultivo de los estratos más profundos de la personalidad. Frente a la formación, fundamentalmente intelectual, que corresponde, y de hecho realiza, la comunidad escolar, el ámbito propio de la educación familiar es más radical y primigenio, en cuanto que afecta a la trama más profunda de la vida personal. «La familia es la institución humana donde el hombre encuentra las posibilidades de desarrollo y perfeccionamiento humano más íntimo y profundo. Es una institución fundamental para la felicidad de los hombres y la verdadera paz social» (decía Juan Pablo II en su Discurso a los estudiantes de la Universidad de Madrid, con ocasión de su visita a esta Universidad).

     Multitud de estudios y experiencias confirman la estrecha vinculación de la vida familiar con la formación integral de la persona. Singularmente en situaciones de privaciones afectivas, culturales, sociales y económicas, con la consiguiente carencia o insuficiencia de los estímulos necesarios para una adecuada educación, bien por carencia familiar (inexistencia o incomplitud de la familia); bien por constitución anormal de ésta (padres separados o divorciados, rupturas conyugales) o incapacidad educadora de los padres (por razones de índole moral, social, de falta de medios económicos o de tiempo para atender a los hijos o por simple deficiencia cultural) (Aldous y Hill, 1967).

     Me referiré, únicamente, a la influencia fundamental que la vida familiar tiene en el desarrollo de cuatro dimensiones básicas, relacionadas con la orientación y el cultivo de la personalidad: el nacimiento de las actitudes radicales ante la vida, la formación de la conciencia moral, el desarrollo de la autonomía personal y la forja de la libertad.

1.3  La vida familiar y el nacimiento de las actitudes radicales ante la vida

     Las actitudes radicales y primarias de la persona ante la vida, entendidas como predisposiciones subjetivas, estables, de naturaleza afectiva y mental, tendentes a facilitar respuestas consistentes, de un modo favorable o desfavorable, ante las situaciones de la vida social, tienen su aprendizaje inicial y fundamental en la familia.

     Una conducta, dice el psicólogo Nuttin (1980), es, en una primera aproximación, una respuesta a una situación; situación en la que su percepción y respuesta a ella van a estar matizadas no sólo por la capacidad de información objetiva que nos llega desde la realidad de esa situación, sino, sobre todo, por la actitud o predisposición con que se llega a ella. Una situación tiene distinta significación para cada uno, según su actitud. Incluso nuestra inteligencia depende, sí de nuestros conocimientos, destrezas y aprendizajes previos, pero, finalmente de nuestras motivaciones, gustos, proyectos y aficiones; y todo esto se halla matizado y condicionado por la actitud.

     «Los criterios germinales para apreciar al mundo y a los hombres, el tono optimista o pesimista, de confianza o desconfianza en los hombres y en la vida, tienen sus raíces en la vida familiar» (García Hoz, 1976, p. 18).

     Una copiosa literatura, basada en investigaciones en el campo de la educación temprana, insiste en las experiencias que el niño adquiere en el hogar en torno a dos grandes categorías de actitudes básicas: la actitud abierta, positiva, y la actitud cerrada u obstructiva; así como en los sentimientos ante la vida que las acompañan: de seguridad, autonomía, asociados a la primera actitud y de inseguridad y heteronomía, vinculados a la segunda (Yela, 1979, p. 15). Con la actitud de apertura, que facilita al niño que vaya a las situaciones y problemas que se le plantean con el propósito confiado de abrirse a ellas, de encararse con ellas, de vivir los pequeños obstáculos como problemas que hay que intentar resolver, es coherente que el niño adquiera y goce de sentimientos de seguridad en sí mismo; del sentido de autonomía y responsabilidad en sus acciones; que sienta y considere el valor de los demás; que se sienta estimulado y motivado por el gusto en el pequeño esfuerzo personal; que propenda a abrirse, a enfrentarse con las situaciones y trate de resolverlas; que ponga en actividad sus capacidades, se conozca y exprese; que se abra a la comunicación con los demás y al aprendizaje; que aprenda, en definitiva, a conocerse y que «aprenda a aprender».

     Con la actitud negativa cerrada u obstructiva, que propicia, por el contrario, que el niño vaya a las situaciones y pequeñas dificultades que encuentra a su paso, no con el propósito de enfrentarse a ellas, sino de rehuirlas, es coherente, con tal actitud y con los sentimientos que la acompañan, que el niño reconozca que no vale; que es inferior e impotente; que no valore a los demás; que se vea dominado por sentimientos de heteronomía, es decir, de superprotección o anulación por otros, bajo los cuales se siente reprimido o coartado; que se aparte del camino de la lucha sin esperanzas ni deseos de ningún esfuerzo (Merleau-Ponty, 1949; Yela, 1974).

     Es decir, que en esas actitudes y conductas resolutivas, aprendidas en un sentido o en otro en el seno del hogar, el niño va encontrándose o rehuyéndose a sí mismo; se va poniendo de un modo rudimentario, pero eficaz a prueba; se da cuenta de lo que puede y no puede hacer; se va conociendo y autoapropiando; se abre o se cierra a las vías de la comunicación y al diálogo con los demás; inicia procesos de colaboración, cooperación y solidaridad, o se rodea de barreras y disfraces que perturban esa comunicación y posibilidad de autoconocimiento. Se abre, en suma, a unas posibilidades de aprendizaje y desarrollo, o se dificulta e impide a sí mismo el proceso de formación (Canestelli y otros, 1968).

     En una investigación realizada hace unos años en la Universidad de Madrid, sobre la relación entre la vivencia de una infancia feliz y la actitud generalizada ante la vida, se solicitó a diversos grupos de alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras, en edades comprendidas entre los 25-30 años, que expresaran, por un lado, su experiencia de la vida en la infancia, y por otro, su actitud general ante la vida. Diseñadas ambas variables con una serie de respuestas convenientemente graduadas, «en el estudio de la asociación entre los diferentes tipos de contestaciones se obtuvo un coeficiente de contingencia de 0,62, lo que indica el influjo que la vivencia de una infancia feliz ejerce sobre un concepto y actitud positiva respecto de la vida en general» (García Hoz, 1981, p. 455).

1.4  La vida familiar y la formación de la «conciencia moral»

     Importantes son, también, las vivencias adquiridas en el seno de la vida familiar en orden a la formación de la «conciencia moral». Posiblemente sea éste uno de los ámbitos en que el cultivo de la personalidad se exprese con más claridad si se piensa en una educación eficaz.

     Santo Tomás definía a esa «conciencia moral» como «el último juicio práctico sobre la bondad o malicia moral de un acto personal». En efecto, se trata de:

     Se podría decir, en virtud del proceso por el que se llega al «juicio de conciencia», que éste es la forma en que la norma moral, general y abstracta, aunque objetiva, se hace presente a la persona en cada caso concreto de una manera efectiva. El «juicio de conciencia» supone, pues, la adaptación de la norma objetiva a las peculiares exigencias del sujeto que obra de ese modo en una personal e irrepetible situación.

     La conciencia, sin más, no puede ser norma subjetiva de moralidad. Apelar a «la conciencia de cada uno», como supremo criterio de moralidad, y como un procedimiento adecuado para formarla, no tiene sentido, o es un círculo vicioso, si tal apelación no va precedida de la correspondiente ayuda al esclarecimiento y reflexión sobre las situaciones y normas morales a ellas aplicables, de forma que las personas vean cómo esos principios inciden en la normación de un determinado comportamiento.

     El camino desde las normas morales a la acción es largo y escabroso; su aplicación a las peculiares circunstancias de cada situación exige un discurso racional más o menos prolongado y, al tener inevitablemente que solicitar la colaboración de las tendencias para pasar a la acción, puede aparecer la insurgencia de las extrañas e incluso contrarias a los dictámenes de la razón. De aquí que la formación de la «conciencia moral» haya de consistir, por un lado, y fundamentalmente, en facilitar la recta aplicación de las normas morales —esto es la «recta razón»— y, por otro, en el influjo sobre la voluntad y el sentimiento a través del «consejo» y la «deliberación», respetuosos con la libertad del sujeto.

     Identificar la formación de la «conciencia moral» con cualquiera de esas dimensiones conduce a una visión unilateral que ignora los factores intelectuales de la moralidad y reduce la educación de la voluntad y el sentimiento a una mera técnica psicológica capaz de servir al mal tanto como al bien; o la reduce, por el contrario, a un «intelectualismo ético», que olvida que otros factores no cognoscitivos influyen sobre la conciencia incluso más decisivamente que el propio «saber». «La formación del criterio ético se puede entender como un proceso de doble vertiente: la adquisición y fijación de un sistema de ideas morales y la capacidad de utilizarlas adecuadamente para solucionar los problemas éticos que la vida plantea, .. .o si se quiere hablar en sentido más positivo, para hacer reales las posibilidades de conducta ética que el hombre tiene» (García Hoz, 1982, p. 74).

     Y para esas dos dimensiones esenciales de la «conciencia moral», la aprehensiva, o de captación del conocimiento, y la volitiva, o de inclinación a un comportamiento consecuente, la vida cotidiana familiar proporciona singulares ejemplos y ocasiones, que ofrecen, además, el recomendable aliciente de lo vivido.

     La creación en el hombre de las primeras actitudes morales y la clarividente advertencia del puesto preeminente que la dimensión moral tiene en la vida del hombre y de la sociedad, como elemento decisivo para el desarrollo de la propia personalidad, base ineliminable de cualquier convivencia social, son objetivos de formación de la «conciencia moral» en los que la familia tiene una incidencia y responsabilidad evidentes.

     Un rico caudal de contenidos, que guardan relación estrecha con la conciencia moral, y que sirven de fundamento para una eximia educación moral posterior, tales como las normas materiales de conducta y los conceptos formales de imputabilidad, responsabilidad y mérito de los actos, junto a los sentimientos y sentido de benevolencia, dependencia, mutua ayuda, solidaridad, sanción, justicia ..., asumibles por cualquier posición filosófica o ideológica, tienen en el medio familiar un lugar privilegiado de aprendizaje. Porque, como dice el profesor Millán Puelles, «la doctrina (o saber intelectual), aunque es indispensable, no es suficiente para la plena posesión de la virtud moral; es importante eso que se llama "la experiencia de la vida", un saber que se adquiere con los años y que podemos y debemos recibir de quienes lo van teniendo, pero cuyo tema no lo son ni las demostraciones ni los principios propios de la ciencia, sino ese peculiar tipo de conocimientos que se refiere a las acciones humanas como algo operable y al mismo tiempo experimentado o vivido en una concreción práctica» (Millán Puelles, 1984, p. 404).

     Hoy algunos pretenden ignorar esa responsabilidad inicial de la familia, sustituyendo la formación de la conciencia moral por una «educación para la libertad»; incluso con la pretensión de exagerarla, elevan la conciencia moral de cada uno a la categoría de suprema norma de moralidad; pues, no otra cosa pretenden quienes consideran que toda moral se reduce a obrar de acuerdo con lo que cada uno considera bueno, sin otra razón ni fundamento; sin molestarse en formarla con la reflexión y el esfuerzo, casi identificándola con el puro capricho. Desde estos planteamientos, motejan de «rutina» cualquier virtud moral adquirida y ensalzan la «autenticidad» como máximo valor de la existencia humana. Ignoran —porque de Ignorancia suele tratarse ordinariamente— que la conciencia, como ya se ha dicho, no es fuente originaria de moralidad, sino mera transmisora de la que está ya establecida por unos primeros principios morales, anteriores y superiores a los intereses o caprichos de cada individuo. Desde San Agustín hasta nuestros días, hay una corriente no interrumpida que acertadamente ha sido así expresada: «Tanto el libre albedrío humano como la "libertad transcendental" de la razón, que lo hace posible, son libertades que no nos podemos dar, sino que nos son dadas. Nos encontramos con ellas sin haberlas buscado ni elegido. Son, por tanto, tan naturales en el hombre como es natural en los animales infrahumanos el carecer de ellas. Pero el hombre puede darse a sí mismo otra clase de libertad: la que se adquiere en la práctica de las virtudes morales. A esta libertad que no es innata, sino que puede y debe ser adquirida por el hombre para perfeccionar su propio ser, cabe llamarla "libertad moral" por lograrse en el ejercicio de esas mismas virtudes. Adquirirlas es para el hombre conseguir un peculiar señorío sobre sí mismo, en la medida en que con esto nos hacemos dueños de nuestras propias pasiones, no por lograr no tenerlas, lo cual para nuestro ser es imposible, sino por conseguir no ser tenidos por ellas ni sometidos, como si no fuésemos hombres, a una esclavitud y servidumbre que solamente son propias del nivel del animal irracional» (Millán Puelles, 1984, p. 404). La falta de agudeza para asumir la distinción entre «libertad natural» y «libertad moral» supone, entre otros errores, el de aventar, desde sus cimientos, cualquier modelo o pauta de educación moral en la vida familiar.

     En este aspecto el cultivo de las «pequeñas virtudes» en el seno de la vida familiar (los hábitos de orden, el cuidado de los detalles, el esmero en la realización de las cosas, la constancia, la sobriedad ...) tiene un valor educativo relevante. Con razón se ha dicho que la «voluntad se ejercita y fortalece, sobre todo, en la realización esmerada y perseverante de las cosas pequeñas; y que, por contra, se debilita si se las desprecia; dicho de otro modo, que las tareas modestas sirven para edificar las vidas grandes» (Föster, 1935).

1.5  La vida familiar y el desarrollo de la autonomía personal

     En esta línea de valoración de las posibilidades de desarrollo y perfeccionamiento de los aspectos más íntimos y profundos de la personalidad humana, es preciso destacar el papel de la vida familiar en el desarrollo de la autonomía personal.

     También aquí todo empieza en ese equipamiento básico que desde la niñez el hombre adquiere en la estimulación y apoyo que recibe en el medio familiar.

     Movimientos contestatarios e independentistas de la juventud, cuestionan, hoy, cuando no enfrentan, el ejercicio de la autoridad en la familia, ante la necesidad de afirmación de la autonomía de los hijos, o capacidad de autodeterminación de las acciones conforme a la razón, que reclama la vida social. Desde una concepción errónea de la autoridad, se piensa que el desarrollo de la autonomía es proporcional a la reducción de cualquier responsabilidad de los padres en el ejercicio de aquélla, lo que justificaría el inevitable enfrentamiento paterno-filial.

     Mas la autoridad no consiste en un reparto ventajoso de cuotas de poder que se disputen, en tensión creciente con la edad, padres e hijos; unos en nombre del ejercicio de la patria potestad, otros, de la necesaria afirmación de la autonomía personal.

     El término autoridad, como es sabido, no es un término unívoco, sino que tiene distintas acepciones o significados. En un sentido radical, etimológico, la «auctoritas» entre los romanos tenía el sentido de cualidad personal, fundada en un «augmentum» personal, hecho efectivo en la vida real, que investía y legitimaba moralmente a su poseedor para tomar decisiones que afectaban a los demás; la autoridad en ese sentido etimológico, pues, envuelve la idea de superioridad o de prestigio, identificándose con la capacidad o superioridad de una persona en función de una determinada actividad o saber. La autoridad supone una facultad o fuerza moral, que no es la fuerza imperante, coactiva, que caracteriza al poder, como superioridad que otorga la capacidad de hacerse obedecer, sino que conlleva una rara mezcla de valía personal y de efectividad social.

     En un sentido sociológico, la autoridad significa la facultad que tiene una persona para orientar y determinar la conducta de otras; la autoridad, en este sentido, hace referencia al título que legitima el derecho a exigir obediencia a los demás.

     En un sentido ético o axiológico, sentido que se rastrea fácilmente en cualquiera de las anteriores acepciones o significados de autoridad, ésta envuelve la idea de superioridad o de prestigio moral, de capacidad o rango superior de una persona en función de una determinada actividad o saber. Precisamente, ese contenido ético que fundamenta racionalmente la autoridad, y que es capaz de justificarla, ha de ser reconocido como tal, por el grupo en el que se ejerce la autoridad para que ésta pueda estar legítimamente fundada. El factor constitutivo de la legitimidad de la autoridad es la creencia, el convencimiento que tiene el grupo de que los valores que justifican esa autoridad personal son auténticos. No hay autoridad durable que no descanse en esa creencia en su legitimidad por el grupo en el que la autoridad se ejerce.

     La autoridad familiar ha de tener, esencialmente, este sentido ético. Y como tal, el problema de la autoridad familiar, como título capaz de suscitar o generar actitudes de respeto, adhesión u obediencia, tal como se acaba de decir, es doble; precisa de una fuerza moral o ejemplaridad, como fundamento o título de sí misma (problema de su justificación); pero, a la vez, ha de proyectarse, y ser reconocida como tal, al servicio de un «augmentum» en la personalidad de los demás miembros de la comunidad familiar (problema de su legitimidad). Sólo quien posee ambos atributos puede ser sujeto de autoridad.

     En el ámbito familiar, hoy, no se acepta fácilmente que el fundamento último de la validez del título de autoridad de los padres tenga, sin más, una procedencia divina, mediata o inmediata; ni que radique, al modo político, en el consenso o voluntad de los miembros de la comunidad familiar; tampoco en la conformidad espontánea de éstos, sino que el título de autoridad descansa, ante todo, en el prestigio y en la ejemplaridad de la conducta personal, capaz de suscitar la adhesión en los hijos como reconocimiento de éstos a esa superioridad moral que les atrae.

     Este sentido de la autoridad no está reñida con la existencia de actitudes y convicciones propias, de las que se sustenta, en el que ejerce la autoridad, como fundamento de su contenido moral; ni con el respeto a la dignidad ajena y a los puntos de vista de los demás.

     Desde esta perspectiva, el sentido de autoridad es perfectamente compatible con la responsabilidad de los padres en el proceso de transferencia y ayuda a la afirmación de la autonomía responsable de los hijos, sin el cual esta autonomía no se da y se confunde con la pura arbitrariedad. Es más, cuando el educando no ha alcanzado, todavía, la madurez intelectual y moral, el ejercicio de la autoridad es indispensable. Sólo a medida que los miembros más jóvenes adquieren la integridad necesaria para afirmar su identidad, juzgar lúcidamente las situaciones y hacerlas frente, responsablemente, con dignidad, la autoridad familiar se va haciendo gradualmente innecesaria.

     En este sentido, la psicología social de la personalidad ofrece una serie de resultados que ayudan a clarificar la confusión e irracionalidad de algunos planteamientos actuales. Entre esos resultados está el de la relación sistemática que existe entre determinados estilos o estructuras educativas familiares y escolares, por un lado, y el desarrollo de estructuras cognitivas y de organización de la personalidad, por otro. Así las características distintivas de los ambientes educativos familiares tienen una clara incidencia en los procesos de desarrollo de los sistemas conceptuales y en los procesos de organización de la personalidad. La calidad de las operaciones analíticas y discursivas que un sujeto es capaz de realizar, y la calidad de su conducta personal, medida en grados de libertad responsable, tienen que ver, en buena medida, con la capacidad de abstracción y elaboración de los sistemas conceptuales que tiene ese sujeto; y todo ello está fuertemente condicionado por el ambiente familiar. Tales capacidades, definidas por un repertorio de reglas articuladas en torno a cuatro niveles de graduación cualitativa creciente, se corresponden con otros tantos climas de educación familiar: el del «autoritarismo estable», el «autoritario», el «autoritario inestable», el «sobreprotector» y de la «independencia creadora» (Harvey y otros, 1961; Horkheimer, 1978).

     El repertorio de rasgos, propio del primer nivel (el del «autoritarismo estable»), se caracteriza por unas estructuras y recursos cognitivos poco diferenciados, simplificadores de la realidad social y sin capacidad de autonomía personal efectiva. Someramente se distingue,

     a) en el plano mental, por:

     b) en el orden moral, por:

     Tales déficits conceptuales y morales facilitan el germen de personalidades simbióticas con el medio, sin apenas autonomía existencial y poca conciencia de actuación responsable ante las situaciones y problemas que les afectan.

     El medio educativo familiar más afín con estos resultados es el del «autoritarismo» en todos los campos de convivencia familiar (en las opiniones y en las conductas); el de la asimetría y distancia en las relaciones paterno - filiales; el del rechazo de toda comunicación y participación bilateral; el de la inhibición ante conductas que no sean las pautadas y prescritas verticalmente, de arriba hacia abajo, nunca discutibles, ni en sus metas ni en sus medios. El resultado de este tipo de formación es el cultivo de personalidades conformistas, sin apenas creatividad y autonomía, consecuencia del subdesarrollo cognitivo y de la pobreza de sentido de la identidad personal.

     En el segundo nivel, el del «autoritarismo inestable», se apunta un tímido proceso de gradual diferenciación cognitiva y de auto-apropiación personal, bien que como una forma reactiva y de contraste ante la autoridad familiar. «No hace falta insistir en que la mejor manera en que un padre puede actuar para que sus hijos desarrollen una actitud negativa frente a ellos, frente a las figuras de autoridad y frente a la sociedad es, justamente, adoptar el rol autoritario inestable aludido. El autoritarismo estable favorece el conformismo; el autoritarismo inestable es casi una garantía de negativismo. Con seguridad, los niños educados en tales ambientes descubrirán su autonomía frente a la autoridad de sus padres, y no con ellos» (Pinillos, 1980, páginas 79-80).

     En el clima de «sobreprotección», proclive a la máxima permisividad, en que los padres tienen como principal «leiv motiv» de su política familiar conseguir para sus hijos todo lo que éstos desean ante el temor excesivo a los riesgos, ahorrándoles la necesidad de lucha para ello, se estimula la adquisición de hábitos culturales, más sobrevenidos que alcanzados con el esfuerzo personal; el desarrollo de un conformismo activo, de escasa autodisciplina y exigencia personal frente a una importante inflación de la subjetividad. Anclados en la cómoda infraestructura de la sobreprotección de una vida fácil, donde todo se da ya hecho, el sujeto es proclive a utilizar de forma ventajosa cualquier medio para conseguir lo que desea; aun a costa, si fuese preciso, de falsificar o renunciar a su autenticidad. «La respuesta de la evasión por la vía de las reacciones depresivas, de la droga o del suicidio hacen acto de presencia. La evasión, o la entrega servil y astuta al poder, son los resultados más probables de esta educación sobreprotectora, frecuente en las nuevas clases medias que quieren ahorrar a sus hijos los esfuerzos y calamidades que aquéllos tuvieron que afrontar para mejorar. El exceso de facilidades no ganadas con esfuerzo es, sin embargo, un mal punto de partida para el logro de una autonomía responsable» (Pinillos, 1980, p. 81).

     El último nivel, el de la «independencia creadora», se distingue por los rasgos polarmente opuestos que caracterizaban al del «autoritarismo estable»: unas estructuras cognitivas abiertas, consistentes, creadoras, que se abren con firmeza, a la vez, a la complejidad de la realidad, y que son fruto de la interacción esforzada con el medio y de una actitud resolutoria personal ante los problemas de la vida. En este clima, el sujeto se siente más autónomo, más libre y responsable de sus propios actos, en solidaridad cocreadora y respetuosa de la libertad en la convivencia con los demás.

     Un clima de cierta permisividad participativa, no fundada en la indiferencia y el rechazo, ni en la dejación de la autoridad responsable, sino en la relación afectiva y el respeto mutuo, con la mira puesta en el deseo de que los hijos se sientan cada vez más libres y responsables de sus acciones, parece más adecuada para el desarrollo de la autonomía personal que el clima de los autoritarismos estables o inestables, la sobreprotección o la indiferencia. Sólo a medida que la autonomía responsable se va logrando, que el sujeto se auto-afirma sin la necesidad de «andaderas» familiares, aquella permisividad va adoptando, de modo sincronizado, formas más flexibles y liberadoras.

     Ello supone, paralelamente, un proceso de ayuda para que los hijos encuentren justificado, como algo que merece la pena, el proceso de su liberación. Cuando ese proceso se entiende sólo de una forma puramente negativa, reactiva, de defensa de las constricciones contra alguien o contra algo, pero sin otras referencias valorativas que den consistencia a lo que se hace, el proceso de autonomía se desvanece y se desvía hacia la ruta de la arbitrariedad o hacia actitudes evasivas o pueriles.

     Y para que la asunción de ese ejercicio de la autonomía sea posible, es preciso que nazca de la convivencia y no del enfrentamiento; de la autoridad responsable y no del poder; del ejemplo y no de la palabra vacía; que los padres, paradójicamente, tengan autoridad y sepan ejercerla, de forma coherente y responsable, en todas las manifestaciones de la convivencia, en la vida personal y profesional. Autoridad que se basa, como hemos dicho, en la fuerza moral y en el ejemplo. Los consejos y orientaciones sirven de poco cuando la estatura moral es insuficiente o escasa, y la conducta y los ejemplos ponen de manifiesto tal endeblez. La afirmación de la autoridad, encarnada en la vida y en la conducta, por la vía del ejemplo, va forjando, de forma imperceptible, la «conciencia moral» de los hijos, la capacidad de autonomía, como subsuelo imprescindible de la autonomía personal.

1.6  La educación familiar y la forja de la libertad

     Además del cultivo de las actitudes radicales ante la vida, y del papel de la familia en la formación de la «conciencia moral» y de la autonomía personal, se hacía referencia, al principio, al papel de la educación familiar en la forja de la libertad, al desarrollo de la capacidad de convivencia en libertad con los demás.

     Si educar es, en última instancia, enriquecer la personalidad del niño en tanto que suya, para que éste pueda ir apropiándose de ella, haciéndose más dueño de ella, y más responsable y libre ante su propia vida (Yela, 1979, p. 17), ese difícil y delicado tránsito, desde la enajenación y la dependencia en que el niño pequeño se encuentra en el medio familiar, a la posesión responsable de la propia personalidad; es decir, a la conquista de la libertad interior, es, repito, otra de las importantes tareas educadoras propia de la familia. Y ese aprendizaje de la libertad nace de un gradual enfrentamiento del niño, desde edad temprana, con la realidad de los demás; no es algo que espontáneamente surja, sino un objetivo y una conquista gradual de la misma formación.

     También la investigación psicopedagógica nos ha llevado aquí a reconocer que el despegue de las posibilidades de liberación personal ante la vida, el que el niño sea libre, va a depender de las posibilidades y de la experiencia que tenga de apropiación y ofrecimiento a los demás en las situaciones de la vida familiar. Lo que facilita, estimula, fomenta o, por el contrario, impide, dificulta o perturba ese camino de conquista de la libertad ante la vida en el niño es el potencial personal de autoapropiación libre de su personalidad en la relación con los demás, que se fragüe en la educación familiar (Rof Carballo, 1960). Y como nos dicen esas investigaciones, no es precisamente en la inhibición y en la permisividad indiferente, o en un ambiente de rígida sumisión, donde se forja la educación para la libertad. El niño necesita de la autoridad, del orden y de la disciplina para que, apoyado en la seguridad de la aceptación, pueda interiorizar las normas y, personalizándolas, ejercitarse en la emancipación, en formas de autodisciplina y en actividades progresivamente más responsables. No se puede enseñar a ser libre, si no es desde la autoridad. Autoridad y libertad no son conceptos incompatibles y excluyentes, sino recíprocos e inseparables (Jaspers).

1.7  La comunicación y la participación activa, dimensiones esenciales de la convivencia familiar

     Por lo que hemos expuesto, se comprende que en la vida familiar es esencial la comunicación y la participación activa entre sus miembros.

     El término comunicación tiene su raíz etimológica en la palabra latina «communicatio», cuya traducción es la de comunicar, participar. Mas el sustantivo «communicatio» tiene a su vez su origen en el término «communis», común, comunión; lo que nos habla de la estrecha relación que existe, ya en su raíz etimológica, entre el significado de las palabras comunicación y comunión, por cuanto ambas tienen como referencia común la idea de comunidad o de posesión de algo en común; la comunicación familiar supone, pues, unidad o comunidad recíproca o reciprocidad en la comunicación entre los miembros que la constituyen.

     Y ese poner algo en común, o hacer partícipe de algo a otro, no sólo supone una manera de donación o entrega de algo propio a los demás, sino que en la verdadera comunicación recíproca, o reciprocidad en la comunicación, se opera, en cierto modo, un reconocimiento a la personalidad del otro, a su diversidad personal, como elemento igualmente necesario de la comunicación familiar. Sólo desde el reconocimiento del otro como persona puede existir algo en común; algo en lo cual se participa. «La comunicación es de esta suerte la vivencia de una comunidad que se hace explícita en la experiencia de sentirme instado justamente por un ser como el mío. Podré sentirme más o menos él en tal o cual aspecto; podré despreciarle o admirarle; pero en mi encuentro con su ser hay algo que radicalmente me sitúa en su mismo nivel: su hacerme cara, su estar vuelto hacia mí de manera que ambos convivimos» (Millán Puelles, 1967, p. 363).

     Mas sólo se puede hablar de comunidad familiar, comunión o unión en común, si existe participación activa de todos sus miembros.

     Elemento esencial de la comunidad es la participación o posibilidad de actuación de la persona «junto con otros»; es decir, de ser miembro de una comunidad y participar en ella. La participación supone ayuda en el proceso de desarrollo personal, pero también tomar parte, sentirse responsable en las decisiones de la comunidad, como dimensión necesaria de aquel proceso. Participar es dar y ser responsable de decisiones y realizaciones. Merced a esta cualidad la persona trasciende el mero tomar parte de y pasa a tomar parte en las actividades de una comunidad. Esto es lo que permite trascender un agregado o colectivo social, como mero contrato de convivencia entre individuos en una comunidad familiar, o común-unión de personas en la vida familiar. «En la comunidad encontramos la realidad de la participación en cuanto propiedad de la persona, que le permite existir y actuar "junto con otros" y, por tanto, llegar a su propia realización. La participación, en cuanto propiedad de la persona, es un factor constitutivo de toda comunidad humana» (Wojtyla, 1980, p. 323).

     Lo característico de la participación está en el hecho de que la persona que «actúa junto con otras» conserva en su actuación el valor personal de su propia acción, al mismo tiempo que toma parte en la realización de la actuación de otros. «La participación representa una propiedad de la misma persona, esa propiedad interna y homogénea que determina que la persona que existe y actúa junto con otras siga existiendo y actuando como persona» (Wojtyla, 1980, p. 316). Éste es el sentido que adquiere la participación en la comunidad familiar en la que coexisten y conviven padres e hijos, que actúan conjuntamente, en función de sus posibilidades personales, con propósito de ayuda, a fin de lograr la autorrealización de todos y cada uno de los miembros de aquella comunidad.

     Y la forma natural del encuentro humano, para esa participación y comunicación en la convivencia familiar es el diálogo, que no es un simple intercambio de palabras, sino «mutualidad en la acción» (que decía M. Buber). Este pensador distingue al efecto tres modalidades de diálogo: el diálogo «auténtico», el diálogo «técnico» y el «monólogo disfrazado de diálogo» (Buber, 1959, p. 18). En el diálogo «auténtico», que consiste en volverse hacia el otro, en salir a su encuentro, la relación es mutua, activa, no cosificadora, porque no acontece sin respeto a la dignidad y a la libertad personal; el diálogo «técnico» es un diálogo frío, objetivo, una simple «puesta en contacto» entre dos instancias personales que se reciprocan en él, aunque sin salirse cada una de su propia esfera; «el monólogo disfrazado de diálogo» es un repliegue de quien se sustrae a la aceptación del otro y no admite su existencia sino bajo la forma de la propia existencia, como una forma de existencia del propio yo.

     El diálogo «auténtico» es el diálogo que corresponde a la comunidad familiar, porque en él se establece una auténtica comunicación personal, como una dimensión del principio que decíamos de relacionabilidad o apertura personal.

     Desde esta perspectiva, el diálogo familiar tendría mucho que ver con el «consenso»; no como una estrategia pragmática o fórmula contractual de cesiones y concesiones mutuas al estilo político, de unas conductas plausibles y otras rechazables para lograr un «equilibrio» más o menos estable, para llegar a acuerdos o solucionar conflictos. Sino que el «consenso» familiar es una forma de entendimiento para la convivencia, basada en la concordia y en el amor, en la cooperación y el diálogo, que admite coincidencias y discrepancias para llegar a un sentir común. El «consenso», así entendido, es una forma emancipadora de interdependencia que afirma a cada miembro en lo que tiene de propio, promoviendo, justamente, su realización como persona. Dicho de otro modo, el «consenso familiar es una forma de compenetración emancipadora, no simbiótica, ni esclavizadora, en la que los padres se realizan en el bien de los hijos, es decir, en la realización de éstos» (Pinillos, 1982).

     Este «consenso», basado en el diálogo, en la comunicación mutua, en la concordia y en la consideración y el respeto a los demás, en la autenticidad de cada uno, no es antagónico, sino complementario con el recto ejercicio de la autoridad (a que antes nos referíamos) y la autonomía personal. Pues la verdadera autoridad, esa que, como ya se ha dicho, no se impone sino que se decanta y atrae por sí sola, que libera y humaniza, promueve el diálogo y, con él, el consenso; se nutre de ellos y hace posible el crecimiento de la verdadera libertad.

     Cuando la autoridad cede a la permisividad, cuando las energías juveniles no encuentran ideales responsables y consistentes que merezcan la pena, el sexo, la droga, la inadaptación, la agresividad, la integración en sectas, u otros aliviaderos de renuncia a la responsabilidad personal (García Hoz, 1976), harán acto de presencia en los miembros más vulnerables de la familia. Cuando eso acontece «el consenso de poco sirve; el consenso se degradaría todavía más si se produce, pues no se pacta con lo que está mal sin tocar pronto las consecuencias. Y la primera de ellas es la pérdida de autoridad moral de quien se aviene a lo que no considera bueno» (Pinillos, 1982, p. 130).

1.8  Los factores educativos esenciales de la convivencia familiar

     En la comunidad familiar tres factores educativos destacan por su especial potencialidad: la autoridad, el ejemplo y el amor. Nos hemos referido ya a la autoridad; brevemente hagamos referencia a los otros dos.

     La actuación de los demás y, especialmente, el ejemplo de los padres tiene un singular poder formativo en la vida familiar. Los padres son las primeras personas que, de un modo natural y espontáneo, se ofrecen como objeto de imitación a sus hijos; bien con propósito de identificación, de algún modo, con alguno de ellos, bien adoptando actitudes de oposición respecto de los padres en un intento de afirmación de la propia personalidad. El halo afectivo que acompaña al ejemplo (la admiración o el cariño hacia uno o ambos cónyuges, o hermanos) suele ser el factor más decisivo que, junto a la tendencia a la imitación de las conductas más próximas, explica el afincamiento en las conductas familiares como referentes o ideales de vida a imitar.

     La razón última de su eficacia parece radicar en lo que de hecho el comportamiento de los padres, observado por los hijos, les sugiere o suscita; al considerarlo como una prueba empírica más fuerte que cualquier recomendación verbal sobre lo que es bueno en su conducta práctica. «Pues, en lo que concierne a las acciones y pasiones humanas, se cree menos en las palabras que en las obras, por lo cual, si alguien pone en práctica lo que dice ser malo, más provoca con el ejemplo que disuade con la palabra ...; cuando las palabras de alguien disuenan de las obras que en él se manifiestan de una manera sensible, tales palabras dejan de ser dignas de crédito y, en consecuencia, viene a quedar sin valor la verdad en ellas expresadas ...; las enseñanzas verbales se las cree en tanto que concuerdan con las obras; y así es como estas enseñanzas provocan, a los que entienden su verdad, a conformar con ellas su modo de vivir» (Millán Puelles, 1963, p. 199. Comentando unos textos de la Ética de Aristóteles, Libro X, n.o 1960-1962).

     Refiriéndose al ejemplo, Sören Kierkegard, comentaba con ironía la estéril enseñanza de aquellos educadores que, como un profesor de natación que no supiera nadar, intentase enseñar sólo a base de decir «cómo se nada», y enseñase siempre «en seco» con miedo a que el alumno le tomase en serio y se lanzase al agua; tal profesor no estaría en condiciones de ejercer su oficio.

     En cuanto al amor, la naturaleza ha dotado a los padres de esta cualidad o actitud trascendental, tan necesaria para educar, el amor natural y espontáneo hacia sus hijos. Sin amor al otro no hay educación posible.

     El amor, el buen amor, es el motor de toda educación; la condición ineliminable para educar. Claro que ese amor natural, espontáneo, de los padres ha de estar al servicio de la acción educativa, por eso ha de tener un carácter electivo, ético, promotor de su madurez personal, de su propio bien; ese amor es el que suscita respuesta efectiva, general amistad y obediencia en los demás. Aristóteles decía que el «buen amor», el amor «honesto» (a diferencia del «amor satisfactorio», placentero, y del «amor útil» o de interés para uno mismo) consiste en «querer el bien para el otro». De ahí sus tres principales componentes: un «querer» (no simple deseo o apetencia), es decir, un acto de libertad, de reflexión y elección racional; un «bien», aquello que realmente es bueno; y «para el otro», no para uno mismo.

     En la familia, cada uno en su singularidad, es interpelado, asistido personalmente, en la integridad de su ser, siendo el destinatario directo del amor.

     Veamos ahora cómo está tratada la participación y responsabilidad educativa familiar en la legislación nacional e internacional, a nivel de normas-principio de carácter fundamental.

1.9  La participación educativa de la familia en nuestro código educativo constitucional

1.9.1  El marco constitucional del derecho a la participación

     El tratamiento del derecho de participación de la familia en la educación puede considerarse, encapsulado en nuestro «código educativo constitucional», entre los principios rectores de la política social y, sobre todo, dentro del ámbito de los derechos y libertades relativos a la enseñanza.

     El tratamiento del tema se halla caracterizado, como es sabido, por su generalidad y extremada ambigüedad; generalidad y ambigüedad que son las raíces de las polémicas interpretaciones que constantemente enzarzan a la doctrina jurídica, y que hoy día encrespan, políticamente, buen número de las discusiones sobre nuestro sistema escolar (Zumaquero, 1983; Barnes Vázquez, 1984, página 29).

     Como si ese terreno de la participación familiar en la educación estuviese minado por la entidad de los intereses socio-políticos que se hallan, sin duda, hoy en juego ante el futuro de nuestra sociedad. Con razón, la Sentencia del Tribunal Constitucional, de 8 de abril de 1981 («BOE» del 25 de abril) decía que, «La Constitución es un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo». Y es que ese campo, efectivamente, tan sensible a concepciones del hombre y de la vida diferentes es, y ha sido, justamente, el lugar privilegiado de encuentro de la vieja dialéctica, Estado-libertad, que ha condicionado los vaivenes históricos de nuestra enseñanza. Y, sin duda, uno de los de más relevancia práctica en relación con el fenómeno religioso en nuestra sociedad (Sánchez Agesta, 1980, pp. 137 y ss.). No olvidemos que el monopolio educativo (y cuanto más tempranamente se ejerza, mejor) sigue siendo un excelente (si no el principal) instrumento de conquista y perpetuación en el poder; dice Mitterrand que, «hoy para cambiar la sociedad ya no es necesario tomar cuarteles de invierno, basta con tomar la escuela» (Alzaga, 1978, p. 252).

     Los principios ordenadores de nuestro «código educativo constitucional», por lo que a nuestro tema se refiere, se hallan contenidos en los artículos 9, 27 y 39, principalmente, de la Constitución de 1978.

     Su formulación sistemática se encuentra en los siguientes enunciados:

  1. En el artículo 39.3, que establece como uno de «los principios rectores de la política social» del Estado, «que los padres deben prestar asistencia de todo orden a sus hijos ..., durante su minoría de edad, y en los demás casos en que legalmente proceda», añadiendo, a tal fin (núm. 4 de este mismo art.) que «los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos». Estos acuerdos internacionales (a los que luego se hará mención) se refieren, expresamente, al «cuidado y educación» de los menores, como aspectos integrantes de la asistencia y tutela que los padres les deben.
    La «asistencia» no puede reducirse a un sentido puramente biológico, sino que ha de prolongarse en una «educación» integral, que capacite convenientemente al niño para incorporarse activamente a su medio natural y social. Es decir, que la participación de los padres en el «cuidado y educación» de sus hijos es un derecho-deber, preferente e inalienable, vinculado a la «patria potestad», que la Constitución, recogiendo principios de Derecho natural, reconoce a los padres «erga omnes» y que, por lo mismo, supone el derecho a adoptar, respecto de sus hijos, las decisiones necesarias para su efectividad.
  2. En el artículo 9.2, según el cual, "Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social".
    Esa participación, en lo que concierne a la educación, se reconoce, de modo expreso, en dos diferentes niveles:
    1. El de «participación efectiva de todos los sectores afectados en la programación general de la enseñanza» (art. 27.5); es decir, el de la participación «corporativa», «institucional» de los grupos y entidades sociales, interesados en la educación, en orden a satisfacer su demanda educativa y hacer efectivo el derecho de todos los ciudadanos a la educación.
    2. El de la participación interna de los padres, centrada en la intervención, a efectos de «control y gestión», de los Centros sostenidos con fondos públicos (art. 27.9).
  3. En el artículo 27 (núms. 1 y 3) que reconoce, como derechos nucleares de nuestro sistema educativo, el derecho de todos a la educación, la libertad de enseñanza («Todos tienen derecho a la educación. Se reconoce la libertad de enseñanza»), y, como corolario o manifestación de ese derecho y libertad, «el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones», con garantía, por parte de los poderes públicos, de esos derechos y libertades.

     Es decir, que la educación, sin restricciones de etapas educativas, es un bien o «derecho fundamental», cuyo disfrute ha de estar abierto a todos los españoles, en condiciones de libertad e igualdad. Si en el primer enunciado de este artículo (el 27) («Todos tienen derecho a la educación» ... y los poderes públicos garantizan ese derecho), parece consagrarse la idea de un Estado intervencionista y prestador de servicios docentes, al afirmar, a continuación, la «libertad de enseñanza» y el reconocimiento del «derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral» acorde con sus convicciones, en un Estado que poco antes se ha autodefinido de «social y democrático», nos encontramos con que ese derecho de todos a la educación ha de articularse y ejercerse en un sistema de enseñanza libre y plural (Sánchez Vega, 1981, p. 175). Derecho de todos a la educación, en libertad y en igualdad, con la participación social y de los padres y, por ende, pluralismo educativo, parecen ser coordenadas esenciales en la ordenación del sistema educativo nacional.

     Y, todo ello, en función del objetivo fundamental de la educación, al que expresamente se refiere y ordena nuestro «código educativo constitucional», como valor superior de su ordenamiento jurídico: «el pleno desarrollo de la personalidad» ... en el respeto a «los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales» (art. 27.2). Plenitud personal que es imposible sin libertad, por lo cual este objetivo es completivo del que se apunta, también para la educación, en el artículo 10.1, en el que se afirma que «la dignidad personal, los derechos inviolables que le son inherentes y el libre desarrollo de la personalidad, con respeto a los derechos de los demás», son el fundamento del orden político y social.

1.9.2  Principios orientadores de la participación familiar. La persona, depositaría radical de todos los derechos y libertades educativas

     No obstante, y pese a la aludida ambigüedad constitucional, se advierte, de la conexión que han de tener entre sí esas normas-principio (antes aludidas), y a la luz de las interpretaciones que el Tribunal Constitucional ya ha dado de ellas, algunos criterios consecuentes, de naturaleza pragmática y tendencial, que son de especial interés para nuestro tema.

     En primer término, que la persona humana, con su «dignidad» y «derechos inviolables», que le son inherentes, es la depositaria radical y la fuente de todos los derechos y libertades educativas. La persona, cada persona, es a la vez el principio y el término de toda acción educativa. En ella hay que situar, también, la equidad y la libertad, como destinataria y protagonista principal de su educación. Ninguna de las libertades educativas y derechos, ni siquiera el mismo aludido, como «preferente» de los padres, tendrían consistencia sin la referencia a esos valores metajurídicos de la educación de la persona: «el pleno» y «libre desarrollo de la personalidad» del educando, al que sirven, como valores de la persona; que no son «otorgados» ni «concedidos» por ningún Estado, porque son anteriores a él y a cualquier Constitución (Muñiz Nicolás, 1983, p. 343).

     La persona es la raíz de todos los derechos y libertades educativas; sólo en la medida que no pueda ejercitar, responsablemente, esos derechos y libertades, ostentarán los demás, de modo subsidiario, el derecho y la obligación morales y legales de suplirle y ayudarle en sus deficiencias o carencia de posibilidades. De ahí que los padres, en razón de la paternidad, sean, por la naturaleza misma de la vinculación que tienen con él, los primeros en asumir la responsabilidad subsidiaria de ayudarle en el proceso de su educación.

     De acuerdo con este primer principio orientador, considero que una profundización en esos objetivos de educación de la persona (en lo que significa su dignidad, el pleno y libre desarrollo de la personalidad, en un medio social, la inviolabilidad de sus derechos ..., en suma, aquello en lo que consiste un progresivo proceso de personalización educativa en una comunidad social), debería ser la clave interpretativa, principal, de cualquier pretendida colisión o concurrencia de derechos y libertades de enseñanza por parte de los demás.

     Porque, con demasiada frecuencia, cuando se habla del contenido de los derechos y de las libertades de enseñanza, se hace sólo desde la óptica jurídica de los que se consideran titulares de esos derechos y libertades (los profesores, la dirección de los Centros, la Administración, los padres ...); pocas veces se interpretan aquellos derechos, de modo preferente, a la luz de lo que conviene a la educación del niño, sujeto (no objeto) último del proceso personalizado de la educación. Es preciso, pues, situar los problemas y necesidades educativas en el educando, en la «onda» que puede tener para él alguna significación el proceso de su educación, y no en la de los que imparten la enseñanza o la instrucción. Con razón se ha dicho, «que en el hecho educativo actual, el acto de enseñar, debe ceder el paso al acto de aprender» (Faure, 1976).

1.9.3  Participación en libertad e igualdad

     Un segundo principio, de vital interés para nuestro tema, es el que se refiere a la estrecha vinculación que la Constitución establece, a mi modo de ver, entre la libertad y la igualdad («para que sean reales y efectivas») y la participación social y familiar, como primera célula de la vida social, como valores superiores, como ya he dicho, de nuestro ordenamiento escolar. No se trata de concebir la libertad (o el pluralismo escolar, por un lado), y la igualdad (o justicia escolar, por otro); menos de enfrentarlas como antinomias radicales e insuperables, sino de entenderlas en una necesaria complementariedad: «la igualdad en la libertad», como actividad integrada en la libertad, e integradora de los españoles en la vida social.

     Libertad, igualdad y participación social y familiar se exigen recíprocamente y, de hecho, aparecen dialécticamente unidas, en su fortalecimiento histórico, en todo proceso igualitario y liberador; pues, «no sólo la remoción de las desigualdades y de los obstáculos a la libertad permiten la participación política, económica, social y cultural de los ciudadanos, sino que, precisamente, una efectiva participación de éstos es la que puede producir un progresivo aumento de la libertad y de la igualdad efectivas» (Sánchez Moran, 1979, p. 176).

1.9.4  Participación y pluralismo educativo

     Estamos aludiendo, con el problema de la participación educativa, social y familiar, en libertad e igualdad, quizás, a una de las cuestiones más controvertidas y polémicas, a la par que trascendental, de las que presenta la construcción de nuestro sistema educativo nacional: la del pluralismo educativo en nuestra sociedad (Carro, 1982, p. 219).

     Sin un pluralismo educativo, consolidado y operativo, desde la participación social y familiar, no hay posibilidad real de un sistema democrático seguro y funcional de derechos y libertades educativas y sociales.

     No cabe duda que, de entrada, el reconocimiento que la Constitución hace de la participación, en el campo de las «libertades educativas» (derecho a la educación en libertad, libertad de creación de centros docentes, libertad de iniciativa docente o «libertad de cátedra», derecho a una determinada formación religiosa y moral ...), no parece que pueda tener otro sentido que el de prevenir y reforzar a la sociedad ante cualquier pretensión de monopolio educativo estatal.

     Pero ¿qué es lo que se garantiza con ese genérico reconocimiento que hace la Constitución a la «libertad de enseñanza»? Porque, la «libertad de enseñanza», puede tener dos sentidos: uno amplio (el de la aparente formulación de ese artículo 27.1: «se reconoce la libertad de enseñanza»), sin limitaciones; y otro, más estricto (el que matiza esa «libertad» en los números 3, 5, 6 y 7 de ese mismo artículo).

     En un sentido amplio, la «libertad de enseñanza» (de suyo indivisible, como una dimensión o faceta consustancial con la misma libertad) no sería tanto un derecho público subjetivo cuanto un principio organizativo, que se proyecta en la arquitectura de todo el sistema escolar. Sería la garantía institucional que, derivada del pluralismo escolar, requiere que el ejercicio del derecho a la educación se realice a través de un sistema plural y libre (Tribunal Constitucional, 1981).

     En efecto, si la educación ha de cumplir, como objetivo primordial, según veíamos, una función liberadora, y no adoctrinante de la persona, es preciso que ésta se eduque en libertad y desde la libertad. «La educación no puede desarrollar la capacidad de obrar libre en el hombre si ella misma no se desenvuelve en un ambiente de libertad» (García Hoz, 1979; Cardona, 1990, cap. 2). La enseñanza que libera es aquella que se desarrolla en un marco de libertad. En un contexto de orientaciones, en el que se decide por el Estado lo que es «bueno» y «verdadero», con uniformidad de criterio para todos, no es posible que se facilite ninguna liberación, ni que se efectúe un aprendizaje de la libertad.

     Desde esta perspectiva amplia de una participación en libertad, se comprendería en ella (como con distintos matices y modalidades se reconoce en otros países de la Comunidad Europea) tanto la libertad de iniciativa docente o libertad de crear, fundar, dirigir y gestionar Centros docentes, derecho a fijar un «ideario educativo» para esos Centros, el derecho de los padres a elegir un «tipo de educación» que desean para sus hijos ..., cuanto la financiación de la enseñanza obligatoria, al menos, con fondos públicos, en pie de igualdad, con los Centros estatales.

     Mas en sentido restringido, o minimista, como se ha entendido entre nosotros esa «libertad de enseñanza», no se trataría con esa participación «en libertad», de un principio organizativo conformador del sistema escolar, sino del reconocimiento de un derecho subjetivo en una triple dimensión:

  1. Como libertad de iniciativa docente o capacidad de las personas, físicas y jurídicas, para crear Centros docentes, previa autorización del Estado.
  2. Como compromiso de los poderes públicos de prestar ayuda financiera a los Centros que reúnan las condiciones que el Estado establezca.
  3. Como derecho de los padres a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral acorde con sus convicciones.

     Incluso, en la práctica, aún se ha reducido, indebidamente, entre nosotros, más su significado, al equiparar la «libertad de enseñanza» con la existencia de Centros privados, subvencionados o no. Cuando «la libertad de enseñanza» ha de defenderse y proclamarse no para un sector de población (el que envía sus hijos a Centros privados), sino para todos los sectores de población y para todos los alumnos.

     No puede existir dialéctica, como algunos parecen ver (Embid Irujo, 1983, pp. 324 y ss.), sino fortalecimiento mutuo, entre «enseñanza en libertad» y «libertad de enseñanza»; de modo que al identificar, abusivamente, «libertad de enseñanza» con enseñanza privada se considera que lo importante es la «enseñanza en libertad», como fórmula organizativa más idónea, que sacrifica aquella otra libertad para solucionar el supuesto conflicto. «La libertad no es algo que se conceda ni se otorgue, ni se ceda por el Estado, ni menos aún por el Gobierno. Se es libre. La libertad se tiene y las instituciones de la democracia deben vigilar que nadie las recorte y las vulnere, porque la libertad es indivisible» (Mayor Zaragoza, 1985, p. 48).

1.9.5  El derecho de participación de los padres y el «ideario educativo» de las instituciones escolares

     Tal vez la participación más directa y trascendental de los padres en la educación de sus hijos, desde el punto de vista institucional, aquella en la que se resumen, en buena parte, sus derechos educativos, sea la del aludido derecho a elegir para sus hijos la formación religiosa y moral acorde con sus convicciones, mediante la aceptación o elección de un «ideario» o «proyecto educativo», concreto, confesional o no, en una institución escolar.

     Sin embargo, ese derecho de los padres a elegir para sus hijos una determinada «formación religiosa y moral», ¿se limita a los aspectos puramente instructivos o curriculares de la enseñanza moral o religiosa, o ha de extenderse, también, por exigencias de unidad e integridad del proceso educativo, a las implicaciones morales y religiosas, y dimensiones de valor, que toda educación, por su misma naturaleza, contiene? ¿Se extiende el ejercicio de esa participación al reconocimiento del derecho a un «tipo de educación», a una «orientación» determinada del proceso educativo, como dice la «Convención Europea de Derechos Humanos» —y en general disponen los Pactos y Declaraciones del Derecho Internacional—, de modo que implique para el Estado el compromiso de determinadas prestaciones que la posibiliten? ¿Se puede contemplar, sin peligro de ruptura en la consistencia formativa, y, por tanto, de la unidad e integridad de la persona, y de su educación, una separación entre ambas esferas, la educativa y la de la enseñanza ? Porque educar es algo más que informar, que enseñar; algo más que transmitir unos conocimientos, capacitar o adiestrar al alumno en unas técnicas para el aprendizaje posterior; es, ya lo hemos dicho, un proceso de ayuda, de estímulo al crecimiento intelectual, espiritual, emocional, social y moral del niño, para que éste, progresivamente, sea más libre; más dueño de su propia existencia y destino. Lo que sólo es posible mediante la participación del educando en unos valores que, desde una interpretación de la vida y del hombre, le sirven de pauta y orientan a su conducta personal y social.

     El proceso educativo no es un proceso neutro, ajeno a connotaciones valorativas, sino que, funcionalmente, está constituido por un conjunto de actuaciones intencionadas, coherentes e integradas en un sistema de valores culturales. La educación, se quiera o no, se sepa o no, tiene un imprescindible componente espiritual y moral como fundamento y sentido de su quehacer. Y cuanto más pequeño sea el niño, más necesario es velar por la armonía, continuidad y coherencia de los valores educativos ante las distintas situaciones y experiencias que el niño vive en el medio familiar y escolar. La disección o el distanciamiento de esas situaciones educativas es, pedagógicamente, perjudicial para el niño. Cuando desde las instituciones escolares se configuran espacios de influencias, regidos por valores y criterios disonantes del medio familiar, el conflicto incide, negativamente, en el proceso de formación de su personalidad, ante la inmadurez del niño y su incapacidad para superarlo. El niño es una «totalidad integrada» en la que toda situación educativa le afecta en su unidad como persona. Lo biológico, lo afectivo, lo intelectual, lo psicomotor, lo ético o lo social entran en el niño en una fecunda relación interactiva; de modo que no cabe aislar, como en compartimentos separados, cada una de las dimensiones constitutivas de su personalidad (García Hoz, 1989).

     No olvidemos, por otra parte, que el ámbito específico de la educación familiar, el que constituye su contenido propio, porque su acción es más directa y sensible, tiene que ver, sobre todo, como decía antes, con los aspectos más profundos de la orientación de la personalidad. En el amor y en la autoridad moral de los padres, y en la tendencia natural del niño a identificarse con ellos, va a encontrar la primera fuente de estímulos, de valoraciones, actitudes, creencias y normas de conducta para su vida personal y social.

     Desde esta perspectiva, y salvo que los padres estén de acuerdo con la definición de una opción educativa ejercitada por el fundador de una institución, no parece que los padres hayan de estar, previa y necesariamente, comprometidos con la «orientación» impuesta por una dirección escolar. Son los padres los que han de ser ayudados por los Centros, y no a la inversa; los Centros cumplen una función subsidiaria por encargo de los padres. El «ideario» o «proyecto educativo» de un Centro, ha de cumplir una función instrumental, clarificadora, de información a los padres y a la sociedad, «de una manera pública, sintética e inequívoca», de las «reglas del juego» que van a presidir el modelo educativo que el Centro se compromete a dar a sus hijos, si así lo desean. Pero nada más. El derecho a establecer un «ideario educativo» no es un derecho absoluto, sino que está en función, entre otros condicionamientos, del referido derecho constitucional de los padres a elegir la formación religiosa y moral que haya de impartirse a sus hijos (Suárez Pertierra, 1985). No es el Centro una «empresa de servicios» al uso, regida por el primado de lo económico.

     Y en esta materia no debería existir discriminación, entre el derecho de los padres que optan por enviar a sus hijos a Centros públicos y los que deciden enviarlos a Centros privados o concertados. «El hecho de que la insuficiencia de aulas u otros condicionamientos impidan, a veces, la efectiva elección del «proyecto educativo» deseado, no justifica la eliminación o la minusvaloración de ese derecho de los padres, sino que precisamente debe ser esta situación un argumento "de facto" para transformar esa realidad y hacer posible aquel derecho. La dificultad organizativa de un logro inmediato y pleno de un derecho no es razón para eliminarle, ni para consolidar situaciones que vayan alejando u obstaculizando su satisfacción. Las dificultades para la realización de un derecho no pueden llevar a la premeditada perturbación o negación del mismo derecho. Se da por sentado que la decisión sobre la orientación educativa que haya de darse a los hijos resulta más fácil en el marco de escuelas privadas, con convicciones homogéneas a las de una comunidad social; mas el ejercicio de este derecho, repito, es extensible a todos y cada uno de los padres que quieran ejercerlo, independientemente de las motivaciones que tengan para enviar sus hijos a centros públicos o privados» (Medina Rubio, 1985; González Villa, 1980, p. 107).

     Se ha subrayado, en este sentido, la tendencia colectivista, despersonalizante, que origina el intento de ejercer acciones educativas sobre un alto número de personas, con el menor coste de medios y tiempo, mediante organizaciones escolares uniformes que puedan «poner en juego mecanismos de aceptación, en otras palabras, que favorezcan la pasividad». Esa tendencia es antagónica con la concepción de la persona y su educación, «cuyos principios deberían ir en sentido rigurosamente contrario, quiero decir hacia la creciente personalización» (Marías, citado por Carmona, 1990, pp. 30-41).

     El derecho de igualdad y de no discriminación, el derecho a la libertad ideológica y religiosa y el derecho a la elección de la formación religiosa y moral demandan la existencia de un «ideario» o «proyecto educativo» vinculante en el ámbito de los principios y preceptos constitucionales. Si así no fuese, quedaría vulnerado lo previsto en el artículo 9.2 de la Constitución («Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas, y remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud»); es decir, quedaría truncada la posibilidad de convertir en algo real una declaración formal de libertad y participación de las personas y grupos sociales en la vida cultural y social (Gómez Pérez, 1979, p. 126).

1.10  La participación activa de la familia en el derecho educativo internacional

     Para completar el análisis del derecho de participación educativa de la familia en nuestro «código institucional», hemos también de considerar, siquiera sea brevemente, y en sus líneas más generales, su tratamiento en el Derecho educativo internacional; pues, en nuestro derecho interno ese tratamiento, por mandato constitucional (art. 10), tiene valor interpretativo, cuando los tratados y acuerdos internacionales hayan sido ratificados por España. Los tratados y acuerdos internacionales más importantes, en la materia que, una vez publicados oficialmente, en España formarán parte del ordenamiento interno (art. 96.1 de la Constitución) son: la «Declaración Universal de los Derechos Humanos», aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en París, el 10 de diciembre de 1948; la «Declaración de los Derechos del Niño», adoptada por las Naciones Unidas, el 30 de noviembre de 1959; la «Declaración sobre los principios sociales y jurídicos relativos a la protección y al bienestar de los niños», aprobada como Resolución 41/1985 de la Asamblea General de la ONU, el 3 de diciembre de 1986; el «Protocolo Adicional (Número I) al Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales», suscrito en Roma, el 4 de noviembre de 1950, ratificado por España el 4 de octubre de 1979 («BOE» de 10 de octubre de 1979); el «Convenio relativo a la lucha contra las Discriminaciones en la esfera de la Enseñanza», adoptado en el seno de la UNESCO, el 14 de diciembre de 1960, y aceptado por España el 30 de agosto de 1969 («BOE» de 1 de noviembre); el «Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, aprobado por la Asamblea General de la ONU, el 16 de noviembre, y ratificado por España el 27 de abril d 1977 («BOE», 30 de abril). También es de interés la «Convención sobre los aspectos civiles del secuestro internacional de niños», de 25 de octubre de 1980, suscrito en La Haya, y, especialmente, la reciente «Convención sobre los Derechos del Niño», de las Naciones Unidas, rubricada el 20 de noviembre de 1989. «Las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España»; («Los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos», artículo 39.4).

     Pues bien, el derecho de los padres a intervenir en el proceso educativo de sus hijos, consecuencia del cumplimiento de la responsabilidad natural que como progenitores les incumbe, es una de las cuestiones más relevantes entre el elenco de derechos reconocidos en el Derecho Internacional («Declaraciones» y «Convenios») y en la Jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (Adain Dyer, 1989; UNESCO, 1978).

     Creo que no hay acuerdo o declaración internacional que no reafirme el derecho del niño a cuidados y asistencias especiales, en razón de su inmadurez y vulnerabilidad; y que no subraye, por eso, el derecho «preferente» y la singular responsabilidad de los padres en lo que respecta a ese deber de protección y asistencia, y, en consecuencia, a la necesidad de una protección, jurídica y no jurídica, del niño y la familia.

     La «Declaración Universal de los Derechos Humanos» considera «derecho preferente» de los padres la decisión sobre la orientación educativa de sus hijos («Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos»). Y el «Protocolo Adicional (número uno) al Convenio Europeo de Derechos Humanos», con una gran similitud semántica (y a veces hasta literal) con otros textos internacionales, establece que: "A nadie se puede negar el derecho a la instrucción. El Estado, en el ejercicio de las funciones, que asumirá en el campo de la educación y de la enseñanza, respetará el derecho de los padres a asegurar esta educación y esta enseñanza conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas" (art. 2). Precepto que guarda conexión con otros derechos de protección a la familia: «el respeto a la vida privada y familiar»; «a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión»; «el derecho a disfrutar de la libertad necesaria para recibir o comunicar informaciones o ideas» (artículos 8, 9 y 10 del Convenio). Y ello es así, porque, como dice el Preámbulo de la reciente «Convención de las Naciones Unidas sobre Derechos del Niño» (de 20 de noviembre de 1989), recogiendo una larga doctrina jurídica internacional: «La familia, como elemento básico de la sociedad y medio cultural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en particular de los niños, debe recibir la protección y asistencia necesarios, para poder asumir plenamente sus responsabilidades dentro de la comunidad». Y todo ello orientado, como dice la «Declaración de los Derechos del Niño», al «interés superior» de éste (Principio 7o). El «interés superior del niño» debe ser el principio rector de quienes tienen la responsabilidad de su educación y orientación. («Incumbirá a los padres o, en su caso, a los tutores la responsabilidad primordial de la crianza y el desarrollo del niño. Su preocupación fundamental será el interés primordial del niño», dice la Convención sobre Derechos del Niño, de 20 de noviembre pasado).

     Dos principios diferenciados parece que han de ser garantizados por el Estado, de acuerdo con la normativa internacional: «el derecho de todos a la educación, y el derecho de los padres o tutores a que esa educación «se realice conforme a sus convicciones filosóficas o religiosas». Este último derecho se considera que forma parte de la vida familiar, de tal forma que «4a ingerencia de la autoridad pública para impedir o disfrutar el ejercicio del derecho de los padres a asegurar una educación acorde con sus ideas o creencias puede suponer una infracción ... o actuación negativa por parte del Estado» (Castro Rial, 1985, p. 571; Convention Europeenne des Droits de l'Homme, 1981; Marti Veses, 1979, pp. 579 y ss.).

     Desde esta perspectiva de «respeto» (subrayo el sentido compulsivo del término) a las convicciones de los padres, éstas no pueden ser desvirtuadas, en nombre del «derecho a la educación» que tiene todo educando; pues de este derecho, según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, si bien se deduce que el Estado tiene el deber de garantizar el acceso a los medios de educación existentes, no se deriva que asuma la obligación de establecer un sistema único de enseñanza (Convention Europeenne des Droits de l'Homme). Resultaría incongruente e inadmisible, ha dicho, que el Estado estableciera unas condiciones de acceso a sus Centros, o conductas docentes en ellos, que no se correspondieran o contraviniesen la sustancia del derecho que a todos los padres corresponde. "Una condición para el acceso a un establecimiento educativo que entre en conflicto con un derecho protegido por el Protocolo número uno, no puede ser considerado como algo razonable y cae fuera del poder estatal de regulación" (Dice una Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de 25 de febrero de 1982, a propósito de una violación de derechos por parte del Gobierno británico) (García de Enterría, 1979).

     Es importante destacar, cómo el Tribunal Europeo, en sucesiva y reiterada jurisprudencia, ha ido interpretando la noción del derecho de los padres a la educación, según «sus convicciones filosóficas o religiosas», en un sentido más amplio que el estricto que inicialmente tuvo cuando se elaboró el Protocolo Adicional del Convenio Europeo de Derechos Humanos (Castro Rial, 1985); extendiéndola a aspectos lingüísticos, de disciplina, de ilegitimidad de castigos corporales, y a otros aspectos de administración interna de la vida de los Centros, aparentemente neutros de valor, pero que son, de algún modo, parte integrante del proceso mediante el cual la escuela forma el carácter de la vida mental y social del niño; el Tribunal Europeo considera a estos aspectos como otros tantos límites que, como contenido del derecho de los padres, han de tener en cuenta los Estados en el ejercicio de sus competencias de organización y administración educativa (Publications de la Cour Europeenne des Droits de l'Homme).

     Claro que ese derecho de los padres a una «dirección y orientación apropiadas» de la educación de sus hijos (como dice la reciente Convención sobre los Derechos del Niño, de 20 de noviembre de 1989), no es absoluto. Una serie de limitaciones ha de tener el mismo, basadas en la «razonabilidad» que ha de servir de base a su ejercicio, principalmente: que no sean incompatibles con la dignidad humana del niño; que no entre en conflicto con el derecho a la educación del menor y que no invada el ámbito propio de otras libertades (la de «cátedra», o la de creación de Centros ...) con las que no puede haber, rectamente entendido su ámbito, posibilidad de colisión.

     Mas esas «convicciones filosóficas» de los padres, para que no sean simples apreciaciones momentáneas, o fruto de una simple moda, cuando se trata de la elección de centros, requieren, según el Tribunal Europeo, si han de ser «merecedoras de respeto en una sociedad democrática», un nivel de conciencia, de firmeza de criterios, de cohesión de ideas, de implicación auténtica de los padres en los problemas educativos de los hijos; lo que han de apreciar los Jueces, en cada caso. Tales «convicciones», sólo pueden manifestarse y garantizarse mediante una adecuada participación de los padres en la educación.

     Por lo demás, la coherencia de criterios y su proyección en modelos educativos, que puedan ser diferenciados, no implica, según el Alto Tribunal Europeo, «discriminación» alguna en el derecho de igualdad ante la educación. Así, para la «Convención de la UNESCO, relativa a la lucha contra la Discriminación en la esfera de la enseñanza» (Convenio internacional que se refiere específicamente al tema), no pueden considerarse situaciones de discriminación «4a creación o el mantenimiento, por motivos de orden religioso o lingüístico de establecimientos separados que proporcionen una enseñanza conforme a los deseos de los padres o tutores legales de los alumnos, si la participación en esos centros y la asistencia a ellos es facultativa ...» «ni la creación o el mantenimiento de establecimientos de enseñanza privados, siempre que la finalidad de los mismos no sea lograr la exclusión de cualquier grupo, sino la de añadir nuevas posibilidades de enseñanza a las que proporciona el poder político» (Corriente Córdoba, 1980; Embid, 1983 a, p. 375).

1.11  Valoración pedagógica de la participación de los padres

1.11.1  La participación no se identifica con la representación orgánica

     No es la participación educativa de los padres, por lo que estamos viendo, una cuestión de representatividad formal en unos órganos colegiados de un Centro; no se identifica con ella. Tampoco puede reducirse a una labor de «intervención en el control y gestión» de unos fondos públicos, a través de unos órganos representativos. La participación educativa no es un entramado de estructuras o de órganos y comisiones, mediante los cuales se «institucionaliza» el ejercicio de unas mismas cotas de poder, oficialmente asignadas, para todos los miembros de una Comunidad escolar, en nombre de una pretendida igualdad «democrática» de cuantos forman parte de esa Comunidad escolar. Esta visión «dirigida» de la participación, que la reduce a la mecánica del voto, o a tareas gestoras, superficializa la realidad; lo que ha de ser una participación educativa, democrática, que tiene, precisamente por ser «educativa», y no política, unas características específicas, sustanciales, que no conviene olvidar (García Hoz).

     La participación educativa de los padres supone una implicación mental y actitudinal, voluntaria y responsable, de éstos en la determinación y tomas de decisión de los objetivos de la institución escolar, contribuyendo y compartiendo con ella la responsabilidad de su logro. Participar es desarrollar la propia capacidad de asumir unos compromisos educativos. Esa participación en la vida escolar es la que garantiza la coherencia entre las expectativas del derecho a la educación, según un sistema de valores y el «proyecto educativo» de una institución escolar (Medina Rubio, 1988).

1.11.2  Posibilidades educadoras de la participación de los padres

     La participación de los padres en la educación no como miembros receptivos y expectadores, sino como colaboradores directos, incluso como protagonistas cualificados de un Programa de actividades institucional, si fuera posible, tiene un incuestionable valor pedagógico, que beneficia tanto al niño como a los padres.

     Distintas experiencias realizadas en España, y en otros países de nuestro entorno cultural, han puesto de manifiesto esos resultados (Merino Rodríguez, 1990; Fundación Bernard Van Leer, 1986), especialmente en los primeros años de la vida del niño.

  1. Para el niño, cuya vida afectiva es intensa y decisiva en su proceso de maduración personal, es esencial que sienta armonía y proximidad entre la casa y la escuela. Y esa unidad viene garantizada por la mayor coparticipación posible de los padres en la vida del Centro escolar. Con esa participación directa e inmediata de los padres en la vida institucional, el niño pequeño se encuentra más motivado y seguro; al niño le satisface más saciar su curiosidad natural exploratoria ante las cosas, cuando advierte la atención, el acogimiento y el interés de los padres en lo que hace, que cuando se ve distanciado y desasistido por ellos. Por otra parte, las actividades que el niño realiza en la escuela y en el hogar son mejor entendidas y valoradas, en su alcance y significación, por los padres cuando hay una atmósfera de comprensión y de comunicación entre la familia y el Centro; esas actividades pueden ser, además, objeto de una mayor atención y adaptación a la situación personal de cada niño, con lo que se abren posibilidades a un mejor rendimiento.
  2. Para los padres, porque no sólo les da la oportunidad de interesarse y de conocer realmente lo que el niño hace en la escuela, sino que les estimula en el conocimiento de los problemas educativos concretos y contribuye a formarles pedagógica y humana mente. La participación es un medio efectivo de canalización recíproca de ideas e inquietudes entre la familia y el Centro, en relación con unas mismas inquietudes y objetivos de educación. La maduración pedagógica y humana que experimentan los padres con su participación en la vida escolar es el mejor cauce para alumbrar un ambiente educativo, coherente e ideal en la educación de los primeros años de la vida del menor.

1.11.3  Insuficiencias en la participación educativa actual de los padres

     Sin embargo, hay que reconocer y afrontar una realidad actual. La participación real de los padres, en los distintos niveles educativos, es insuficiente, cuantitativa y cualitativamente. En muchos casos es inexistente. Se cumplen ciertos requisitos, a veces, por parte de los padres como una formalidad más en la vida de los Centros (que son importantes: como la participación representativa en los órganos de gobierno colegiados; o se mantiene una relación informativa periódica con los Profesores ...), pero no se participa realmente. Estamos ante una de las ficciones más perjudiciales para un pluralismo educativo y una educación en libertad. Y sin una participación real de los padres, con la mejor voluntad de Directores y de la propia Administración educativa, existe el riesgo de que el Estado, o una minoría de activistas en los Centros, puedan desvirtuar los valores educativos que los padres desean. Estamos tan acostumbrados a esperarlo todo (hasta los contenidos de la cultura y de la educación) del «todopoderoso» Estado, el «Estado-Providencia», que atrofiamos nuestra capacidad de decisión y de discernimiento, incluso, de lo que representa semejante monopolio y uniformización educativa en una sociedad que se autoproclama democrática y libre.

     Incluso las expectativas oficiales de participación formal de la familia en los órganos colegiados de gobierno de las instituciones escolares no se cumplen, hoy, satisfactoriamente. Existe una clara disonancia entre el nivel de expectativas y el de realidades.

     No conviene confundir la doble perspectiva desde la que puede ser enfocada la participación: la más superficial, que entiende la participación (según ya he dicho) como una simple representatividad en unas estructuras de gobierno de los Centros (una simple «tecnología» representativa) ; y, la más profunda, que entiende la participación como «cultura» participativa, como esa implicación mental y actitudinal de los padres en los problemas de la educación, a que antes me refería.

     «Acaso la raíz de las dificultades que se experimentan a diario en la vida participativa escolar, en muchos ambientes, se deba a esa disonancia entre ambos planos de la participación; entre la simple "representatividad" en unas estructuras organizativas y la "cultura participativa"» (Pascual, 1988). Se han creado las estructuras, pero no se han conseguido mejores frutos en la participación. Creo que hoy existe una escisión profunda, todavía, entre ambos sentidos de la participación, consecuencia de respuestas políticas a apremiantes demandas sociológicas (más que educativas), que han puesto más énfasis en una regulación formal que en la preparación de un ambiente adecuado y en la educación de los mismos padres para la participación.

1.12  Hacia una participación más activa de los padres en la educación

     Es necesario promover, pues, una participación más intensa, cualificada y activa de los padres en los problemas educativos de sus hijos y de las instituciones escolares. Una «cultura participativa» de los padres en la educación requiere cambios socio-culturales, en profundidad, que es preciso estimular y desarrollar, si de verdad se desea esa coparticipación responsable de los padres. Pues, no es posible una participación efectiva sin una información suficiente sobre lo que se participa; sin unos criterios claros para enjuiciar los problemas educativos; sin unas actitudes propicias a la participación; sin una predisposición a asumir responsabilidades ...; sin una educación, en suma, para la participación.

     Está en juego el pluralismo social y cultural de una Comunidad; el progreso y la consolidación de una sociedad cada vez más democrática, más libre. No hay democracia auténtica sin participación cualificada.

1.13  Bibliografía

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